El Santo del día
1 de marzo
Los Cuarenta Mártires de Sebaste
Resentido por las derrotas que su contraparte, Constantino, emperador de occidente, le había infligido en los años 316 y 318, Licinio decidió perseguir a los cristianos (a los que mediante el Edicto de Milán, promulgado por Constantino en el 313, se les restituían sus bienes y se les concedía libertad para profesar su fe) y para el efecto ordenó que sus súbditos de la parte oriental del imperio romano, ofrecieran sacrificios a los dioses paganos en templos y plazas y así sus esbirros podrían detectar a los seguidores de Cristo que seguramente se negarían. Naturalmente la medida cobijaba a los funcionarios y militares que con mayor razón debían dar ejemplo y en efecto, la mayoría se acogió a la medida, pero cuarenta soldados de la duodécima legión, llamada Fulminata (relámpago), –que era la élite del ejército, por su tradición y sus gestas–, acantonada en la localidad de Sebaste, en Turquía, no acataron la orden; abiertamente se declararon cristianos y anunciaron que preferían morir, antes que renegar de su fe. Su comandante, Lysias, los hizo comparecer ante él: les prometió ascensos, honores, condecoraciones, bonificaciones y en vista de que sus ofrecimientos no les hacían mella, los amenazó con desterrarlos, degradarlos o torturarlos pero ellos se mantuvieron firmes. Les dio una semana para que reflexionaran, pero como no logró doblegarlos, al término del plazo, los encarceló.
Confinados en un oscura, húmeda y estrecha mazmorra a la espera de la sentencia de Licinio, los valerosos soldados se dedicaron a cantar alabanzas, a orar y a exhortar a los guardias para que se convirtieran a la verdadera fe y como su estoicismo despertaba la admiración y simpatía de los centinelas, Lysias –para amedrentarlos–, ordenó que fueran golpeados con látigos y piedras y atados con grilletes los sujetaran a una rueda dentada que al girar desgarraba sus carnes, pero al cabo de una semana su ánimo era exultante, por lo que con la aquiescencia del emperador Licinio, fueron condenados a muerte. Dado que sus verdugos no se ponían de acuerdo sobre a qué tipo de pena capital debían someterlos, pues ni la espada, ni el enfrentamiento con fieras, ni morir en la hoguera los intimidaba porque eran curtidos guerreros que habían enfrentado todos esos peligros en su vida militar, entonces aprovecharon el crudo invierno que reinaba en la región y optaron la noche del 9 de marzo del 320, por dejarlos desnudos en una laguna congelada hasta que murieran y al lado del estanque colocaron unas termas en las que podría recuperar su calor corporal quien decidiera arrepentirse, pero sólo uno desfalleció y al entrar en contacto con el agua caliente, murió en el acto.
Uno de los guardias –que era cristiano, pero no lo había confesado en principio, por temor– se presentó ante su comandante, proclamó sin ambages que era seguidor de Cristo, se despojó de su uniforme, ocupó el lugar del desertor y padeció la agonía con sus compañeros. En vista de que al amanecer continuaban alabando a Dios, les quebraron sus piernas y los arrojaron vivos a una enorme hoguera que tardó todo el día en consumirlos. Al caer la noche unos piadosos cristianos rescataron de entre los rescoldos muchos huesos calcinados, reliquias que fueron repartidas en los templos erigidos en su honor en la medida en que la veneración de los Cuarenta Mártires de Sebaste se fue expandiendo por toda Europa, hasta convertirse en una de las devociones más populares de la edad media. Por eso hoy, día de su festividad, pidámosle a los Cuarenta Mártires de Sebaste, que no nos dejen acobardar para proclamar el nombre de Jesús, como nuestro Salvador.