El Santo del día
10 de abril
Beatos Mártires Colombianos de la Comunidad de San Juan de Dios
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Cuando el doctor Ignacio Ortiz Lezcano, cónsul de Colombia en Barcelona, llegó a la morgue en la mañana del 10 de agosto de 1936, tuvo que empezar a desbaratar esa pila de 120 cadáveres de católicos asesinados en la madrugada anterior (por miembros de la Federación Anarquista Española, uno de los bandos más violentos de la guerra civil que en aquella época se libraba en España), para encontrar a los siete religiosos colombianos pertenecientes a la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, que también habían sido víctimas de esta masacre. El diplomático buscó pacientemente, durante varias horas, en el amasijo de rostros desfigurados y miembros cercenados, hasta que por fin los pudo identificar gracias a sus pasaportes especiales y a las pequeñas banderas colombianas que tenían cosidas a sus sotanas.
Arturo Ayala Niño, nacido en Paipa, Boyacá; Gaspar Páez Perdomo, de La Unión, Huila; Esteban Maya Gutiérrez, oriundo de Pácora, Caldas, y los antioqueños Rubén de Jesús López Aguilar, Melquiades Ramírez Úsuga, Juan Bautista Velásquez Peláez y Eugenio Ramírez Salazar; de Concepción, Sonsón, Jardín y la Ceja, respectivamente, que se encontraban –desde hacía dos años– en el sanatorio de Ciempozuelo –cerca de Madrid– adelantando su especialización en Atención y Tratamiento de Enfermos Mentales, y cursaban sus estudios de teología en función de su ordenación sacerdotal, fueron apresados por esbirros del gobierno anticlerical y gracias a la mediación del embajador colombiano, les devolvieron su libertad con la condición de que abandonaran el país, con tan mala suerte, que la noche del 9 de agosto de 1936, cuando llegaron a Barcelona para embarcarse, fueron arrestados al bajarse del tren y luego de torturarlos, los asesinaron con sevicia.
Estos jóvenes que no superaban los 30 años –el mayor contaba 29 y el menor 22, tenían en común un acendrado amor por los enajenados, que en aquella época eran abandonados, lanzados a la calle o tirados en un frenocomio –como se llamaba a los hospitales mentales– y revestidos de misericordia, los atendían, bañaban, curaban y pacientemente les brindaban el afecto que sus familias y la sociedad les negaban. Llenos del amor de Dios, ingresaron a la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, (que desde 1539 se ocupaba de los enfermos), porque esta congregación era el ideal de lo que ellos habían soñado desde niños y en efecto, durante el noviciado los distinguió su abnegación y entrega total a estos desamparados. Por eso los enviaron a España, para que se especializaran, con la ilusión de que a su regreso, fueran los guías de la comunidad en Colombia.
Y aunque sus vidas se vieron truncadas, en la flor de la edad, sus muertes sí dieron excelentes frutos, pues se convirtieron en el símbolo del servicio a los demás, por amor a Dios. Por eso hoy, 10 de abril, día de su festividad, pidámosle al Señor, que por la intercesión de estos siete beatos colombianos, tengamos la entereza suficiente, para proclamar su nombre, aún a expensas de nuestras vidas.