El Santo del día
20 de agosto
San Bernardo
Oración a San Bernardo
Oh poderoso San Bernardo, intercesor y guía, Con humildes palabras me acerco a ti, En busca de tu sabiduría y bendición, Líbrame de las penas y la aflicción. Tú, que con fe y amor a Dios serviste, Un ejemplo de virtud y piedad diste, Escucha mis ruegos con tu corazón noble, Y concédeles, Santo mío, tu toque amable. Oh protector y abogado celestial, A ti confío mi alma en especial, Acompáñame en este caminar terrenal, Hasta llegar a la paz eterna, celestial. San Bernardo, oh santo venerado, A ti encomiendo mi vida y mi cuidado, Que tu luz y bondad me iluminen siempre, Y en todo momento, Dios me sostiene.
Amén.
Ese 23 de febrero del año 1130, el confundido pueblo romano no sabía a cuál de las coronaciones asistir, porque ese día y a la misma hora eran entronizados dos papas: Pietro Pierleoni, un arrogante noble que secundado por el dinero y el ejército particular de su poderosa familia, asumía el pontificado con el nombre de Anacleto II, en una pomposa ceremonia celebrada en la Basílica de San Pedro y Gregorio Papareschi, un austero cardenal: reservado, piadoso y avezado diplomático, elegido legítimamente, al que ungían sobriamente como Inocencio II, en la recatada iglesia de Santa María Nuova, de la que tuvo que salir hacia el exilio en Francia por la enconada persecución que contra él desató su rival.
En ese maremágnum ni los feligreses sabían qué hacer, ni el clero a quién obedecer. Pero el abad Bernardo de Claraval que sí tenía clara la solución, emprendió una gira por toda Europa y convenció a los reyes Lotario II, de Alemania; Enrique I, de Inglaterra, y al de Francia, Luis VI, para que apoyaran a Inocencio II. Con este respaldo convocó un concilio en la ciudad francesa de Etampes, al que asistieron todos los obispos galos y un buen número de prelados de otros países, quienes luego de escuchar los convincentes y sabios argumentos de Bernardo de Claraval, acogieron el nombre de Inocencio II. Para que no quedaran dudas: excomulgaron a Anacleto II y lo declararon antipapa.
Bernard de Fontaine (nacido en Borgoña, Francia, en 1090), ingresó a temprana edad a la escuela clerical de Chatillon-sur-seine, allí creció en virtud y en el conocimiento de las Sagradas Escrituras, humanidades, latín, gramática y con esas sólidas bases –poco después de morir su madre–, ingresó al convento cisterciense de Dijon, en 1113, acompañado de cuatro hermanos, (uno de ellos casado) y 20 jóvenes vecinos a los que sedujo –con su liderazgo natural y su elocuencia mariana–, para que abrazaran con él, la vida religiosa. Dos años después, ya ordenado sacerdote, lo nombraron abad y le encomendaron la fundación de un nuevo monasterio en un agreste sitio al que designó Claraval “Valle Claro” y en menos de dos años reclutó a 130 monjes, con los que se sometió a las rigurosas reglas de san Benito, lo cual afectó su salud y sirvió de filtro para los postulantes.
Poco a poco se fue erigiendo en la gran figura de la cristiandad del siglo XII: su predicación era solicitada en todas partes; su diplomacia convincente lo convirtió en el árbitro de los conflictos políticos y en la gran autoridad moral de la Iglesia, lo que le permitió imponer como papa a Inocencio II. Esa influencia se hizo más evidente cuando uno de sus discípulos ocupó el trono de san Pedro, con el nombre de Eugenio III, para quien –por su expresa solicitud–, escribió un libro sobre los deberes y obligaciones del papa ideal, texto que en adelante fue la fuente de consulta predilecta de los pontífices posteriores.
En vista de que los cristianos no tenían acceso a los lugares santos se convirtió en el mentor de los caballeros templarios, escribió su reglamento y logró del Concilio de Troyes, su aprobación como orden, con el objetivo de que fueran los guardianes naturales de la Tierra Santa. Su predicación, dulce pero firme, desató una oleada de vigor espiritual que se reflejó en la apertura –a lo largo de su vida–, de 343 conventos, en Europa, habitados por más de mil monjes hambrientos de Dios, con los que remozó la lánguida espiritualidad de la época. A esa febril actividad pública le sumó el mayor grado de meditación, oración, ayuno y mortificación corporal que conoció la vida conventual de la edad media.
No dejó descansar su voz ni su pluma con las que sacudía a la iglesia por el boato del clero, la riqueza de los templos y la indiferencia para con los pobres y desamparados. Los quebrantos de salud que siempre soportó con estoicismo y en silencio le pasaron la cuenta y a los 63 años, el 20 de agosto de 1153, expiró san Bernardo, en Claraval, y fue canonizado por el papa Alejandro III, en 1174. Por su extensa obra que comprendió varios tratados doctrinales, más de 500 cartas apostólicas y un número similar de sermones, el papa Pío VIII le otorgó el título de Doctor de la Iglesia, en 1830. Por eso hoy día de su festividad, pidámosle a san Bernardo de Claraval, que nos lleve a los pies de Cristo.