El Santo del día
28 de agosto
San Agustín

Oración a San Agustín
Oh, amado San Agustín, sabio y santo de Dios, En tus palabras encontramos luz y sabiduría, Guía nuestros pasos hacia la verdad y el amor, Que tu ejemplo de conversión y entrega nos inspire cada día. Patrono de los corazones inquietos y buscadores, Intercede por nosotros ante el trono del Altísimo, Concédenos la gracia de la humildad y la comprensión, Para vivir en armonía y con rectitud en este mundo sombrío. En tus escritos encontramos consuelo y fortaleza, En nuestras luchas y dudas, danos tu discernimiento, Ayúdanos a encontrar el camino hacia la eternidad, Y a alcanzar la paz en medio de la adversidad y el sufrimiento. Oh, San Agustín, maestro y pastor de almas, Escucha nuestras súplicas y peticiones, Ayúdanos a crecer en la fe y el amor divino, Y a caminar siempre hacia la eterna salvación. Glorioso Santo, te encomendamos nuestros anhelos, Confiamos en tu intercesión ante el Dios trascendente, Que tu ejemplo de vida nos inspire a ser mejores, Y que tu bendición nos acompañe hasta el fin de los tiempos.
Amén.
Agustín daba vueltas en el jardín, mientras la cabeza le daba vueltas alrededor de su pasado haciendo el inventario de su decepcionante travesía por las distintas vertientes de la filosofía; recordaba la extenuante cantinela de su madre santa Mónica, sobre los principios cristianos y rumiaba las primeras experiencias áridas con la lectura del Antiguo Testamento. Pero al mismo tiempo se regocijaba con las refrescantes y fecundas palabras que sobre el amor de Dios escuchaba regularmente de los labios de san Ambrosio, el obispo de Milán, que lo atraían como la luz a la mariposa. Angustiado porque no veía la salida de ese túnel oscuro –según cuenta en su libro Confesiones–, Agustín le preguntaba a Dios: “¿Por cuánto tiempo continuaré clamando: mañana, mañana? ¿Por qué no ha de ser ahora? ¿Por qué el término de mis torpezas, no ha de venir ya, en esta hora?”. Ensimismado continuaba en ese círculo vicioso, cuando empezó a escuchar una voz infantil que venía de ninguna parte y repetía como disco rayado: “Toma y lee… Toma y lee”. En principio pensó que era una broma que le jugaba su mente, pero luego recordó que san Antón se había convertido leyendo aleatoriamente el evangelio y entonces tomó la Biblia, la abrió al azar y se encontró a boca de jarro con el versículo 13 del capítulo 13 de la carta de san Pablo a los romanos: “Comportémonos decentemente, como en pleno día; nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de peleas ni envidias; al contrario, revestíos de Jesucristo, el Señor, y no busquéis satisfacer los bajos instintos”. Ese fue el puntillazo que le dio muerte a su vida de pecado y le abrió las ventanas del cielo.
Agustín, hijo de santa Mónica (nacido el 13 de noviembre del 354 en Tagaste, cerca de Cartago, África), desde muy pequeño dio muestras de su preclara inteligencia y por eso su padre Patricio, lo envió a estudiar humanidades, retórica, gramática, oratoria, literatura y filosofía. El dominio de estas materias le despejó la entrada a las academias, a los círculos filosóficos y políticos de Cartago y en poco tiempo ya era el centro de atracción de la ciudad. Así las cosas, su creciente popularidad y las amistades dudosas lo indujeron a la rumba, el licor, las mujeres y el juego, y buscando respuestas al sentido de su existencia se fue de tumbo en tumbo por entre las escuelas filosóficas imperantes, hasta que en el 384 viajó a Italia y en Milán –en donde obtuvo una plaza de profesor de oratoria y retórica–, encontró en san Ambrosio, la luz al final del túnel. Una vez bautizado el 24 de abril del año 387, retornó a África, con su estoica madre Mónica, que se había gastado la vida pidiéndole a Dios su conversión y después de obtenerla, murió feliz en el camino.
Al regresar a su tierra natal Tagaste –después de vender sus propiedades y repartir el dinero entre los pobres– Agustín se retiró al campo con sus amigos más cercanos y con ellos se dedicó a la oración, la meditación, el ayuno y el silencio, pero a pesar de buscar fundamentalmente el anonimato, su fama de santidad trascendió los muros de su pequeño monasterio y en el 391, mientras oraba en el templo de Hipona, adonde había acudido por llamado expreso del obispo Valerio, una multitud ingresó al templo y pidió a gritos su ordenación sacerdotal, tras la cual el prelado lo envió a predicar y su fogosa oratoria se convirtió en el más temido látigo de las herejías que estaban en boga: Donatismo, pelagianismo y maniqueísmo, pero también en el más refrescante bálsamo del amor de Dios para los creyentes.
Por eso, al morir el anciano Valerio, Agustín fue elegido obispo de Hipona en el 395 y durante los siguientes 35 años, desde ese pequeño pueblo africano, iluminó la cristiandad y se convirtió en el pensador más grande de la Iglesia católica en todos los tiempos, como lo atestigua su colosal producción: más de mil publicaciones subdivididas en escritos filosóficos, apologéticos, doctrinales, morales, monásticos, exegéticos, innumerables ensayos contra los herejes, aparte de seis mil homilías de las que sobreviven 600 y sus dos obras cumbres: Confesiones (que consta de 13 tomos) y La ciudad de Dios (que comprende 22 volúmenes), se encuentran entre los libros más leídos de la historia. Cuando contaba 76 años, su cabeza continuaba igual de lúcida, pero su cuerpo ya no daba más y murió con la pluma en la mano, el 28 de agosto del año 430. Por eso hoy, día de su festividad, pidámosle a san Agustín, que despeje nuestras dudas sobre el amor de Dios.