El Santo del día
16 de abril
San Benito José Labre
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En medio de la lluvia torrencial llegó a media noche a la pesebrera y extenuado, el eterno peregrino, Benito José Labre (quien en esa oportunidad iba hacia Santiago de Compostela), se acostó sobre un jergón de paja, en el que habitualmente dormían los caballos y mientras oraba, ya a punto de amanecer, escuchó los desgarradores lamentos de una mujer que esperaba la muerte de su pequeño hijo agonizante; entonces se levantó y fue hasta la casa cercana de la que provenían los gritos y como la puerta estaba abierta, ingresó sigilosamente y encontró a la madre arrodillada junto al lecho del niño que convulsionaba y jadeaba febrilmente, le puso la mano en la cabeza al infante y ella sobresaltada, lo miró entre aterrada y sorprendida al ver a ese andrajoso y maloliente mendigo que había calmado a su pequeño. El apacible semblante del desconocido la acabó de desconcertar y él aprovechó su silencio para decirle: “Cálmese señora, que su hijo está bien”. Dio media vuelta, volvió a su oración y al poco rato el chiquillo ya revoloteaba por entre el jardín, como si nada hubiera pasado.
Desde muy pequeño, Benito José Labre (nacido en Francia, el 26 de marzo de 1748), se inclinó de manera innata por la oración, la meditación y la contemplación, aparte de que dormía en el suelo con un trozo de madera a guisa de almohada y permanecía en silencio durante semanas enteras, lo cual llegó a preocupar a su padre, tanto, que prefirió enviárselo a su hermano que era el párroco de Erin, que lo orientó hacia la filosofía y la teología con destino al sacerdocio y aunque Benito era un discípulo aplicado y obediente, le dejó muy claro a su tío que no quería ser cura sino monje, entonces su preceptor le dijo que se presentara a los monasterios de los Trapenses o de los Cartujos y en ninguno fue aceptado porque no tenía los 24 años reglamentarios para ser recibido como postulante. Entonces llegó a la conclusión –según él, por inspiración divina–, de que su lugar no estaba dentro de los claustros sino en la calle.
Desde entonces Benito José Labre se dedicó a recorrer todos los santuarios de Europa, a pie limpio, con un hábito raído, sin más equipaje que un rosario en su cuello, un crucifijo –siempre en la mano–, un Nuevo Testamento, la Imitación de Cristo (de Tomás de Kempis) y un breviario. No pedía limosnas ni comida, pero todo lo aceptaba para dárselo a otros más pobres que él. Después de diez años de orar días y noches enteras en las iglesias, ermitas y santuarios de todos los países, dormir al descampado, en las aceras, los bosques y alimentarse con desperdicios recogidos de las basuras o con hierba (todo por amor a Dios), decidió quedarse en Roma, ciudad en la que se aplicó a adorar al Señor en las iglesias, especialmente en aquellas que realizaban la devoción de las 40 horas, durante las cuales, permanecía todo el tiempo de rodillas desde el comienzo hasta el final.
En la noche del 16 de abril de 1783 –miércoles santo–, al salir de la iglesia Santa María Dei Monti, se desmayó y fue llevado a una casa cercana en la que falleció mirando embelesado su crucifijo compañero. Varios testigos de su proceso de canonización (entre los cuales el sacerdote Paolo Daffini, la monja María Poeti y el abad Luigui Pompei), afirmaron que mientras oraba, Benito José Labre se quedaba suspendido en el aire, o parecía circuido por una aureola luminosa, o su cara irradiaba fuego; gracias a esto y a 136 milagros debidamente certificados, el papa León XIII, lo canonizó en 1881. Por eso hoy, día de su festividad, pidámosle a san Benito José Labre, que nos enseñe a desprendernos de todo, para ser verdaderos mendigos del amor de Dios.