El Santo del día
27 de agosto
Santa Mónica
![](https://televid.tv/wp-content/uploads/2021/08/27.-Santa-Monica-286x300.jpg)
Oración a Santa Mónica
Oh Santa Mónica, madre de gran virtud, Intercesora fiel, ejemplo de gratitud, Tu alma llena de amor y devoción, Guiaste con paciencia y compasión. En lágrimas y plegarias te encontré, Persistente, nunca cesaste de rogar, Por la conversión de mi alma perdida, Para que en la fe encontrara mi vida. Oh Santa Mónica, protectora y amiga, Tu sabiduría me da fuerzas y abriga, En momentos de angustia y oscuridad, Tu luz divina me guía con bondad. Ruega por mí ante el trono celestial, Que la gracia de Dios sea mi ideal, Que encuentre paz y serenidad, En la senda de la verdad y la caridad. Santa Mónica, madre y santa de intercesión, Te pido que escuches mi humilde oración, Que nunca me falte el valor y la fe, Para seguir adelante, aunque sea difícil el camino que esté.
Amén.
Mónica recibió la noticia con desolación porque ese viaje significaba su perdición eterna, pues si en ese momento Agustín llevaba una vida disoluta en Cartago (una próspera colonia romana en el norte de África), qué ocurriría al atravesar el umbral de Roma, ciudad que –según ella– era ni más ni menos que la lasciva y desvergonzada Babilonia, del Antiguo Testamento. Entonces decidió acompañarlo para servir de freno, al desenfreno de su hijo. Agustín aceptó a regañadientes la obstinada protección materna y al llegar al puerto le dijo a Mónica, que en vista de que el barco tardaría algunas horas en zarpar, aprovechará para orar y resguardarse del sol y del calor en el templo de san Cipriano, mientras él acudía a despedirse de un amigo enfermo. Tras varias horas de profundo recogimiento, Mónica salió de prisa y halló el muelle vacío, porque el buque había partido y ya su silueta se perdía en el horizonte. Sin perder la compostura se dispuso a esperar pacientemente el próximo navío y al cabo de varios meses se embarcó, pero al llegar a Roma e indagar por su hijo recibió la noticia de que él se encontraba en Milán y sin perder tiempo se puso en camino. No fue difícil hallarlo porque Agustín ya era reconocido como profesor de retórica en la ciudad y eso le permitió trabar amistad con Ambrosio, quien al poco tiempo logró su conversión y por fin Mónica pudo dormir tranquila.
Mónica (nacida en Tagaste, cerca de Cartago, África, en el año 332), pertenecía a un acrisolado hogar cristiano y por lo tanto su educación le fue confiada a su piadosa nodriza cuya disciplina monástica la marcó profundamente y al casarse con un rudo funcionario del imperio que había sido legionario –y de ahí su lenguaje tosco, su temperamento pendenciero y su desbordada afición por el licor y las mujeres–, sacó a relucir su mansedumbre, su condescendencia y su paciencia con las que supo controlar los impulsos de su volátil esposo al que terminó convirtiendo a la fe cristiana, pero no así a su hijo mayor Agustín, un joven sobresaliente que adelantó en Cartago estudios de filosofía, humanidades, retórica, literatura y oratoria y en todos esos campos brilló con luz propia, pero prevalido de la popularidad adquirida por su genialidad, combinó sus actividades académicas con una vida desenfrenada, lo que se convirtió en una aguda espina para Mónica, que permanentemente lloraba, oraba y ayunaba por su conversión, inútilmente.
Por eso se fue tras él a Italia, en el año 384, pues consideraba que esa lucha no sería estéril, porque un obispo, al que en más de una ocasión había pedido que orara por su hijo, le dijo: “No temas. Es imposible que se pierda un hijo de tantas lágrimas. Ya vendrá la hora de Dios”. Y en efecto así ocurrió. Agustín, después de sostener largas y sustanciosas discusiones con Ambrosio, Doctor de la Iglesia, encontró la luz y tras ser bautizado por este santo obispo en la Pascua del año 387, emprendió el regreso a su patria acompañado por Mónica. Al llegar al puerto de Ostia, en donde debían embarcarse, Mónica le dijo a Agustín: “Si Dios ya me concedió la gracia de verte católico antes de morir y de que desprecies la felicidad terrena por servir a Dios, ¿qué hago aquí?”. La respuesta le llegó nueve días después, al fallecer en Ostia –víctima de una fiebre maligna–, con una amplia sonrisa de satisfacción y agradecimiento. Por eso hoy, 27 de agosto, día de su festividad, pidámosle a santa Mónica, que nos dé fuerzas para orar por los que se resisten a creer la Buena Nueva del Evangelio.
1 comentario