El Santo del día
21 de marzo
Santa María Francisca de las cinco llagas
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Cuando sus compañeras en el taller de hilados de su padre llegaban a trabajar, Ana María Rosa Gallo, desde hacía rato, ya oraba junto a la puerta y era la primera en ingresar e instalarse en su puesto y comenzaba a hilar con presteza al compás de fervientes plegarias que no paraba de musitar, mientras las demás obreras se enfrascaban en conversaciones insulsas. Al sonar la campana para el descanso a mitad de la mañana, se perdía de la vista de todas y en un bosquecillo cercano se embebía tanto en la oración que en muchas oportunidades no escuchaba el llamado para retornar a sus labores y varias horas después reaparecía como si nada y regularmente la esperaba su papá para azotarla después de pedirle cuentas, dado que algunas operarias envidiosas le ponían la queja, pero una vez revisada su producción, comprobaban que su rendimiento era muy superior al de las demás, a pesar de que todas eran adultas y ella apenas contaba diez años.
Un día, en el que la niña se quedó en el bosque, sus intrigadas colegas le montaron guardia a su telar con el fin de saber cómo se las apañaba, Ana María, para cumplir con su cuota diaria de hilados y se quedaron estupefactas al comprobar que la rueca –como si fuera manejada por manos invisibles– operaba a gran velocidad y su nivel de productividad, esa mañana, superó con creces lo hecho por el resto. Entonces corrió por el pueblo el rumor de que los ángeles le hacían su trabajo y a partir de entonces la llamaron “La Santita”.
Ana María Rosa Nicolasa Gallo (nacida en Nápoles, el 6 de octubre de 1715), era hija de Francisco Gallo, un comerciante que descargaba su carácter violento en la esposa y en su niña, a la que desde muy temprana edad, obligó a trabajar en extenuantes jornadas y con tareas tan pesadas, que ni siquiera sus compañeras adultas podían cumplirlas. Sin embargo, Ana María nunca se quejaba y se fortalecía con las vidas de los santos que su piadosa madre constantemente le leía y ella imitaba en señal de sacrificio y entrega a Jesús. A los 16 años, su progenitor consideró que era hora de casarla y se buscó un buen partido que le permitiera a él, consolidarse financieramente, pero Ana María se negó rotundamente aduciendo que había hecho votos de castidad y que su vida y su cuerpo pertenecían al Señor; entonces el iracundo padre la azotó hasta dejarla medio muerta, luego la encerró en una celda y la tuvo a pan y agua varios meses, los que aprovechó Ana María para hacer penitencia, orar, ayunar y afinar la austera vida que habría de llevar en el futuro. Sólo gracias a la mediación de Teófilo, un fraile franciscano –a instancias de su madre–, en 1731, obtuvo su liberación y por fin pudo vestir el hábito de la Tercera Orden Franciscana –rama que no está obligada al enclaustramiento– y adoptó el nombre de María Francisca de las Cinco Llagas.
Aunque continuó viviendo con su familia, en la observancia rigurosa de la regla de san Francisco (centrada en la oración, la mortificación corporal, el ayuno y la meditación permanente) debió soportar la constante crueldad de su irascible padre, que se acentuó aún más, al saber que sor María Francisca de las Cinco Llagas poseía los dones de la profecía y la clarividencia y como ella se negara tajantemente –ante su insistencia para que explotara comercialmente estas dotes a su favor– la golpeó tan salvajemente que el obispo tuvo que acudir a las autoridades, que impusieron una caución y lo amenazaron con cárcel si repetía su conducta agresiva; cuando murió su madre, por si acaso, María Francisca de las Cinco Llagas huyó de él y aceptó el cargo de ama de llaves del padre Giovanni Pesseri, a cuyo servicio estuvo 38 años, lapso en el que se enriqueció su vida espiritual con la reproducción física de las cinco llagas, persistentes éxtasis y visiones que replicaban fielmente en Cuaresma–, la pasión y muerte de Jesús, paso por paso.
Durante la eucaristía, la hostia –después de la consagración– se le escapaba de las manos a los sacerdotes y ante la sorpresa de los feligreses volaba hacia la boca de María Francisca de las Cinco Llagas. Ello generó sospechas de manipulación y por orden del Cardenal José Spinelli, el sacerdote Ignacio Mostillo le hizo un seguimiento de siete años y la sometió a duras pruebas de las que salió airosa María Francisca de las Cinco Llagas. Al disiparse todas las dudas, se convirtió en la figura más prominente de la iglesia en Nápoles y a ella acudían de todas partes en busca de consejo y sanación; su austera vida y la entrega absoluta e incondicional a Dios y a los demás minaron su salud y murió a los 76 años, el 6 de octubre de 1791; fue canonizada por el papa Pío IX, en 1867. Por eso hoy, 21 de marzo, día de su festividad, pidámosle a santa María Francisca de las Cinco Llagas, que nos enseñe a soportar con paciencia las pruebas de la vida, para la gloria de Dios.