El Santo del día
22 de marzo
Santa Juana Isabel Bichier
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Entre himnos, alabanzas y expresiones de agradecimiento a Dios por la exuberancia del paisaje, Las Hijas de la Cruz avanzaban alegremente esa mañana dominical desde Maillé –adonde habían asistido a la misa– hacia la sede de su congregación en Molante y cuando estaban a mitad de camino, la fundadora de la Orden, Juana Isabel Bichier, se detuvo abruptamente, les pidió silencio a sus hermanas, aguzó el oído para ubicar el sitio del que provenían unos quejidos apagados que se mezclaban con los gorjeos de las aves y, de puntillas, comenzó a buscar ese lugar hasta que se encontró mimetizada en la maleza la estrecha entrada de una cueva a la que ingresó ignorando las apremiantes advertencias de sus compañeras sobre el peligro que corría, y cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, vio, encogida sobre la hojarasca húmeda, a una anciana llena de llagas. Con la ayuda de algunas monjas, pese a las airadas protestas de la débil mujer, pudieron sacarla de ese cubil, la llevaron en volandas al convento y Juana Isabel Bichier la depositó con delicadeza en su propia cama; desde ese momento, no se volvió a separar de la moribunda a la que con abnegación y cuidado amoroso bañaba, curaba sus úlceras, alimentaba y oraba continuamente con ella y por ella; al cabo de algunos días, la anciana murió en sus brazos y Juana Isabel Bichier, desconsolada, la amortajó y la enterró con sus propias manos.
Juana Iisabel Bichier (nacida el 5 de julio de 1773 en Ages, Francia), se crio en un piadoso ambiente cristiano que su madre reforzó al matricularla en el prestigioso colegio de las Religiosas Hospitalarias de Poitiers, en el que además de recibir una esmerada educación, consecuente con su origen noble, aprendió que solo la misericordia le daba sentido a la vida y en consonancia con esa premisa creció ayudando a los más pobres sin arredrarse ante la crítica situación política que vivía Francia cuya revolución entró a su casa en 1789, cuando contaba 16 años y arrasó con su familia, porque varios de sus hermanos tuvieron que huir del país y su padre, despojado de sus bienes, empezó a marchitarse hasta morir a principios de 1792; al poco tiempo, Juana Isabel fue arrestada con su madre, entonces se dedicó a cuidar de los presos enfermos, a enraizar su vida espiritual y a estudiar los fundamentos del derecho, de los cuales se valió al salir de prisión –varios meses después– para recuperar la fortuna de la familia, objetivo que logró con brillantes argumentos que los tribunales no pudieron rebatir. Luego de devolverle sus bienes, convirtió su casa en un centro de oración al cual acudían personas de todas las clases sociales, dado que las iglesias habían sido cerradas por la revolución y los pocos sacerdotes que aún quedaban en el país ejercían su apostolado clandestinamente.
Cuando se enteró –acuciada por su deseo de comulgar– que el valiente padre Andrés Fournet oficiaba diariamente la eucaristía en un granero abandonado, a 20 kilómetros de Maillé, Juana Isabel Bichier acudió una noche con presteza y luego de la misa se confesó con el sacerdote y le confió su deseo de ponerse incondicionalmente al servicio de los pobres, idea que el clérigo acogió sin reservas y, desde ese momento, se unieron para darle vida al sueño de ambos. Una vez levantadas las restricciones religiosas, el padre Fournet la envió a un noviciado para que se familiarizara con la vida conventual y al cabo de un año, en 1806, Juana Isabel Bichier comenzó su misión en una casa en Molante, que ocupó con su criada y dos amigas más, a las que preparó como maestras y al poco tiempo recibió a 33 niñas abandonadas que empezaron a ser catequizadas a la par que les enseñaba matemáticas, a leer y escribir, bordado, costura y los demás oficios necesarios para la gobernanza de una casa.
El entusiasmo despertado por los resultados obtenidos con estas jóvenes, se tradujo en la llegada de 27 muchachas que deseaban formar parte de su apostolado y entonces, Juana Isabel Bichier, con el padre Fournet, fundó La Orden de las Hijas de la Cruz, a las que –después de cumplir con el noviciado– distribuyó en los establecimientos que en seguidilla tuvo que abrir en diferentes diócesis a petición de sus obispos. Dada la demanda de la población desamparada, Juana Isabel Bichier se vio impelida a ampliar el radio de acción de su obra (entre 1819 y1825, puso en funcionamiento 13 conventos y quince hogares) y, desde entonces, fueron acogidos los ancianos, viudas, huérfanos y ningún desvalido quedó por fuera de la misericordia de Juana Isabel Bichier, que conjugaba su trabajo –como la más humilde de las monjas– con los fatigantes viajes que constantemente realizaba para recabar fondos y fundar nuevas sedes, cuyo número se multiplicó hasta alcanzar más de cien comunidades, a la hora de su muerte ocurrida el 26 de agosto de 1838. Fue canonizada por el papa Pío XII, en 1947. Por eso hoy, 22 de marzo, día de su festividad pidámosle a santa Juana Isabel Bichier, que abra nuestros corazones a los más desamparados.