El Santo del día
5 de abril
San Vicente Ferrer
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Después de caminar todo el día bajo la fina lluvia y con el sol a punto de hundirse en el horizonte, seguían preguntándose en dónde pernoctarían, entonces Vicente Ferrer le dijo a su empapada comitiva que no desfalleciera porque detrás del cerro que tenían enfrente encontrarían un mesón en el que podrían guarecerse y aunque hubo un alivio general, uno de los integrantes del séquito (que tenía la certeza de que Vicente no conocía la región), hizo una mueca de incredulidad que no pasó desapercibida para el santo que continuó rezando el rosario a paso largo hasta que llegó a la cima de la colina y justo al otro lado, donde comenzaba la explanada, se erigía una espaciosa posada en la que un diligente grupo de sirvientes los esperaban con ropa seca, comida caliente y mullidas camas en las que pudieron descansar toda la noche.
Cuando despuntó el sol, desayunaron copiosamente y reiniciaron el viaje. Tras recorrer unos cuantos kilómetros, Vicente Ferrer detuvo la marcha y le pidió al escéptico que retornara a la fonda y le trajera el bonete que había olvidado. El descreído volvió sobre sus pasos y al llegar al llano en donde debería estar el hostal no encontró nada y un campesino –que araba en las cercanías–, le dijo que por allí nunca había existido hospedaje alguno. Y fue mayor la sorpresa del confundido mandadero al descubrir el birrete colgado de un arbusto a la vera del camino, entonces lo rescató, emprendió la carrera, alcanzó la caravana y cuando se lo entregó, Vicente Ferrer le hizo un guiño cómplice y retomó su oración, como si nada.
Vicente Ferrer nació en Valencia, el 23 de enero de 1350, año en el que terminó abruptamente la gran peste que cobró la vida de 75 millones de personas y por eso la efervescencia católica estaba en su punto máximo, lo que le imprimió un profundo sello de piedad y devoción a su familia, valores que él asimiló, practicó desde su más tierna infancia y reforzó en las mejores escuelas religiosas de Valencia, en las que adelantó su preparación básica y desde el principio fue sobresaliente en latín, filosofía y teología, lo que le abrió de par en par las puertas del convento dominico al que ingresó en 1367. Inmediatamente lo enviaron a perfeccionar sus estudios en Lérida, Barcelona y Toulouse y en 1374 fue ordenado sacerdote; cuatro años más tarde, le concedieron el doctorado en teología con las más altas calificaciones. Al poco tiempo se presentó el Cisma de Occidente (división que se dio tras la elección en Roma, de Urbano VI, en 1378, a la que un sector de los cardenales consideró ilegal y por eso nombraron otro papa) y el padre Vicente Ferrer, aunque respaldó en principio al recién elegido Clemente VII, que se quedó en Avignon, más tarde apoyó al pontífice romano.
En medio de este conflicto, Vicente Ferrer (a pie, sin dinero ni equipaje), se dedicó a evangelizar por toda Europa, acompañado de un séquito permanente de penitentes, con los que visitó miles de aldeas y ciudades de España, Alemania, Suiza, Francia, Holanda, Bélgica, Italia, Inglaterra y siempre tenía que predicar en campo abierto, pues habitualmente se reunían hasta diez mil personas, que sin esfuerzo, le escuchaban desde un kilómetro de distancia, e independientemente del idioma de cada país –a pesar de que Vicente Ferrer solo hablaba español–, todos le entendían sus conmovedores sermones que producían una contrición tal, que los asistentes admitían públicamente sus pecados y luego de arrepentirse, eran confesados por un grupo de sacerdotes que formaban parte de su cortejo. Por donde pasaba, Vicente Ferrer hacía milagros: con solo levantar el dedo índice, expulsaba demonios, curaba enfermos a granel y a una señal suya, brotaban fuentes en donde había sequía.
En medio de su febril ajetreo evangélico, alcanzó a escribir el Tratado de la vida espiritual, en el que compiló una serie de normas y recomendaciones sobre la vida monástica dominica, con énfasis en los valores de la orden: espiritualidad, obediencia, pobreza, castidad y todo ello en función del amor al prójimo. Al final de sus días, por culpa de una vieja lesión en una pierna que lo fue imposibilitando, Vicente Ferrer se transportaba en un asno, pero no por ello dejó de predicar con ahínco y el mismo vigor juvenil; aunque no estuvo presente, su opinión e influencia fueron fundamentales para que en el concilio de Constanza resultará elegido el papa Martín V, alrededor del cual, la Iglesia cerró filas y con ello se disolvió el Cisma de Occidente.
La muerte sorprendió a san Vicente Ferrer en el puerto de Vannes, cuando una tempestad retrasó la partida de su barco hacia Valencia, el 5 de abril de 1419. Fue canonizado por el papa Calixto III, en 1455. Por eso hoy, día de su festividad, pidámosle a san Vicente Ferrer, que nos ilumine para llevar el mensaje de Cristo, a todas partes.