El Santo del día
18 de marzo
San Cirilo de Jerusalén
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El 7 de mayo del año 351, al salir de un acalorado debate –con prelados, sacerdotes, monjes, teólogos y representantes del emperador Constancio–, sobre la naturaleza de Cristo, el obispo Cirilo de Jerusalén iba orando hacia su casa con varios colaboradores y pidiéndole a Dios que le mostrara si su opinión era la correcta; en un momento dado, levantó la vista y –según su propia versión–, vio recortada sobre el cielo “Una gran Cruz iluminada encima del Gólgota, que llegaba hasta la sagrada montaña de los Olivos: fue vista no por una o dos personas, sino evidente y claramente por toda la ciudad. Esto no fue, como podría creerse, una fantasía ni apariencia momentánea, pues permaneció por varias horas visible a nuestros ojos y más brillante que el sol”. Ni qué decir, que muchos arrianos –seguidores de la herejía de Arrio– se pasaron a la causa del obispo Cirilo, y en adelante la aceptaron como la verdadera.
Este Cirilo, nacido en el año 315 en Jerusalén, en el seno de una piadosa familia cristiana, desde muy temprana edad se distinguió por su piedad, oración, recogimiento y por eso sus padres lo pusieron bajo el cuidado de Máximo –obispo de Jerusalén–, que vio en él un diamante sin bruñir y se dedicó a pulirlo mediante el estudio de las Sagradas Escrituras. Su aplicación fue tan grande que en menos del tiempo requerido fue ordenado sacerdote y el mismo obispo continuó preparándolo para que fuera su sucesor en el episcopado de esa santa ciudad. En el año 348 tras la muerte de Máximo, Cirilo fue nombrado patriarca de Jerusalén y por su erudición, apostolado, prédica y ejemplo, se ganó la atención y simpatía de los jerosimilitanos –gentilicio de los nacidos en Jerusalén–, pero también su participación en varios concilios en los que defendió con argumentos claros y contundentes la ortodoxia legítima de la Iglesia, generó la animadversión de los arrianos, que lo hicieron desterrar varias veces de la ciudad, la última de las cuales le significó once años de ostracismo en Tarso, la patria de san Pablo.
A su regreso, Cirilo encontró a Jerusalén inmersa en un maremágnum de disputas teológicas, a las que el pueblo en su confusión, respondía con una indiferencia rayana en el ateísmo. Con renovado vigor, se dedicó a rescatar a los fieles de su marasmo y lo logró con su obra cumbre: 24 Catequesis, un tratado en el que de manera clara y simple les enseñaba las verdades fundamentales de los sacramentos y la liturgia, con lo cual en poco tiempo logró recuperar el entusiasmo de los feligreses y el respeto de sus adversarios, que a la postre, tuvieron que inclinarse ante su sabiduría, su discreción y la fuerza de sus argumentos en el concilio ecuménico de Constantinopla del 381, que zanjó de una vez por todas, las disensiones, e impuso el ideario de san Cirilo de Jerusalén, que hoy es columna vertebral del pensamiento de la Iglesia.
Cumplida su misión y gozando del respeto y devoción de propios y extraños, murió el 18 de marzo del año 386 y el papa León XIII, le confirió en 1882, el título de Doctor de la Iglesia por sus 24 Catequesis. Por eso hoy, día de su festividad, roguémosle a san Cirilo de Jerusalén, que nos ilumine para defender nuestra doctrina, ante los que pretenden tergiversarla.