El Santo del día
26 de marzo
San Braulio Obispo
En el año 631, tras la muerte del obispo Juan, de Zaragoza, se reunieron los prelados de las diócesis circunvecinas para elegir a su sucesor (en aquella época en España, los mitrados no eran nombrados por el papa, sino proclamados por sus pares reunidos en sínodo y debían ser aprobados por el rey de turno), y sobre la cabeza de Braulio –el principal candidato–, apareció un globo de fuego, a la par que se escuchó una potente voz que decía: “Este es mi siervo a quien yo he escogido y en quien descansa mi Espíritu”; entonces Braulio, que hasta ese momento actuaba como coadministrador del mismo obispado, fue aclamado por los concurrentes y así ocupó la silla de su fallecido hermano, con el respaldo del monarca y el beneplácito del pueblo zaragozano, que ya lo reconocía como un hombre santo, austero, fogoso orador sagrado y brillante escritor.
Braulio, nacido alrededor del año 585, en el seno de una familia en la que todos los hijos fueron religiosos, se distinguió desde muy temprana edad, por su oración permanente, su devoción ilimitada, más una inigualable voracidad intelectual que lo acreditó como uno de los humanistas más destacados de la península ibérica y un profundo conocedor de las Sagradas Escrituras. Precisamente su erudición sobre cuestiones bíblicas, atrajo la atención de san Isidoro, (que era la máxima autoridad de esta materia en España), que lo invitó a visitarlo en Sevilla, y una vez allí, con entusiasmo de principiante, Braulio se convirtió en el discípulo más aventajado del anciano sabio y floreció entre ellos una perenne y entrañable amistad, atizada por la pasión que ambos sentían por las asuntos doctrinales. Por petición suya, san Isidoro se apresuró a terminar su obra Etimologías, una monumental enciclopedia en la que compiló todo el conocimiento de la época y que luego, Braulio ordenó y clasificó en 20 tomos.
Su erudición y don de gentes, lo situaron en un lugar preeminente del pensamiento español y tras la muerte de su mentor Isidoro, relució en los concilios de Toledo, que sentaron las bases de la Iglesia española del medioevo, a la que liberó de su sometimiento a los reyes visigodos. Pero el gran amor de Braulio eran los pobres y desamparados, a los que visitaba, atendía, curaba, lavaba sus pies y si las circunstancias lo exigían, velaba junto al lecho de los enfermos, noches enteras en plena oración. Dormía poco, ayunaba mucho, leía demasiado y le alcanzaba el tiempo para hacer milagros y atender a los poderosos que buscaban su consejo.
Después de 20 años al frente de la diócesis de Zaragoza, sus fuerzas comenzaron a menguar y paulatinamente, Braulio se fue quedando ciego, pero dictaba sus obras, pedía que le leyeran y mantuvo su celo apostólico y su prédica vigorosa y fecunda. El 26 de marzo del año 651, después de celebrar la eucaristía –sentado porque no podía tenerse en pie–, fue llevado a su habitación, entonó el rosario y de pronto dijo: “¡Señor, ya estoy listo!”. Y se quedó dormido para siempre. Por eso hoy, 26 de marzo, día de su festividad, es bueno pedirle a san Braulio –que así como lo hizo él–, nos enseñe a mantener la maleta lista para cuando Dios nos llame a su presencia.