El Santo del día
17 de abril
Beata María De La Encarnación
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En medio de la convulsión originada en Francia por los enfrentamientos entre católicos y hugonotes (que eran calvinistas), Bárbara se puso al frente de la manutención de sus hijos y se convirtió en la abogada de su esposo, que por defender a la Iglesia fue encarcelado y sus bienes confiscados. Con sólidos argumentos jurídicos, sustentados magistralmente ante el tribunal, concitó el interés de ambos bandos y de paso, impresionó profundamente al líder de los protestantes, Enrique IV. El rey, admirado de su estoicismo y temeridad, dio a los jueces una orden, disfrazada de recomendación, para que lo dejaran libre y le restituyeran sus posesiones, lo cual hicieron sin tardanza los magistrados.
Ese era el talante de Bárbara (nacida en París en 1565), hija del noble Nicolás Aurillot, que de acuerdo con su esposa, se la ofreció a la Virgen desde antes de nacer, porque ellos entrados en años habían perdido la esperanza de tener hijos y por eso –como parte del voto–, la vistieron de blanco hasta los 12 años y a esa edad, para completar la promesa, la recluyeron en el convento de las Clarisas. Dos años más tarde, al término del compromiso, retornó a su casa y aunque era evidente su vocación religiosa, aceptó mansamente la decisión de sus padres de casarla con Pierre Icarie, un acaudalado contador público y por lo demás, hombre piadoso y devoto de la Virgen. Asumió su condición de esposa con amor, obediencia, discreción y estimulada por su consorte, Bárbara se dedicó a realizar obras de caridad: asistía a los enfermos y se hacía cargo de cuanto desvalido y pobre se acercaba a su puerta o salía a buscarlos en las calles de París. Así mismo educó a sus hijos con tal devoción, que uno de ellos fue sacerdote y otras tres, ingresaron al convento de las Carmelitas Descalzas, en donde ella misma, tras la muerte de su esposo, se internó como monja, adoptó el nombre de María de la Encarnación y prometió obediencia a su hija, que a la sazón era la superiora.
La verdad es que no podría hacer sus votos en otra comunidad, pues Bárbara fue quien –tras varias visiones en las que santa Teresa, le pedía que llevara a Francia–, su orden luchó con denuedo para hacer realidad su solicitud y en 1604 llegaron las primeras carmelitas al país galo, y con ellas, se encargó de abrir varias casas en distintas ciudades. Una vez dentro del claustro carmelita de Amiens –al que escogió por ser el más pobre y recogido–, María de la Encarnación le pidió a la abadesa, su hija, que le asignara la celda más pequeña y los oficios más humildes; de inmediato despertó la admiración de sus compañeras por su persistencia en el ayuno, la oración y el servicio. Se quedaba muchas horas de rodillas en la capilla orando y al decir de sus hagiógrafos, fue vista sumida en arrobos místicos en los que se elevaba del suelo y a su alrededor se formaba un halo de luz que envolvía su cuerpo.
A comienzos de 1618, la austeridad a la que sometió su cuerpo le pasó cuenta de cobro: cayó enferma, poco a poco se fue paralizando y al amanecer del 17 de abril, después de un éxtasis de varias horas, abrió sus ojos y le dijo a su hija, la abadesa: “Estaba hablando con mi buen Padre, Dios”. A continuación sonrió y expiró. Fue beatificada por el papa Pío VI, en 1791. Por eso hoy, 17 de abril, día de su festividad, pidámosle a la beata María de la Encarnación, que nos guíe para hacer del trabajo y de nuestros matrimonios, un permanente canto de alabanza a Dios.