El Santo del día
22 de agosto
María Reina
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Oración a María Reina
Oh María, Reina de amor y esperanza, Con humildes palabras te alabo y te ensalzo. Eres guía y protectora, nuestra estrella brillante, Que con tu manto de gracia cubres a cada amante. Madre tierna y compasiva, llena de dulzura, A ti acudimos con fe y devoción pura. En tus brazos seguros encontramos consuelo, Tu presencia es un bálsamo para nuestro anhelo. Reina de cielos y tierra, soberana y fiel, Tu amor inagotable es un regalo del cielo. Intercede por nosotros ante el trono divino, Para que en nuestras almas reine el amor cristiano. María, dulce abogada y mediadora celestial, Escucha nuestras súplicas con tu amor maternal. Acompáñanos en la vida, en cada paso que damos, Y lleva nuestras plegarias a donde más importan. En tus manos confiamos, oh Reina sin igual, Tu presencia es luz en la oscuridad total. Con gratitud y amor, te aclamamos y adoramos, ¡María, Reina de todos, te bendecimos, te amamos!
Amén.
Al verla llegar, exultante de alegría, Isabel le dice alzando la voz: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Y cómo es que la madre de mi Señor viene a mí?” y más adelante –según el mismo capítulo 46, del evangelio de Lucas–, María le responde: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se regocija en Dios, mi salvador, porque se ha fijado en la humilde condición de su esclava”. Precisamente esta dócil declaración la engrandece aún más, porque con ella, María, se somete mansamente a la voluntad de Dios, se dispone para convertirse en el crisol del redentor, reconoce la exaltación que conlleva su misión y por eso agrega: “Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque el Todopoderoso ha hecho conmigo cosas grandes”. Y esa premonición se hace realidad en el capítulo 12 del Apocalipsis, en el que es descrita sin ambages, como: “Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en la cabeza”. Es por ello que el papa León XIII, en 1894, afirma en la Constitución Apostólica “Cum Praeexcelsa”, que: “La Reina de los cielos, Virgen madre, gloriosisima de Dios, encumbrada sobre los tronos celestiales, brilla entre los astros como estrella de la mañana”. Entonces por derecho propio, María, también reina junto a su hijo, el Dueño y Señor del Universo.
Claro que esta enunciación no es nueva, porque desde los albores del cristianismo, a la Virgen María se le ha atribuido el privilegio de la realeza y a partir del concilio de Éfeso, celebrado en el siglo V, cuando se legitimó su condición de Madre de Dios, paralelamente los padres, doctores de la iglesia, el clero y el pueblo, comenzaron a invocarla como Reina, pero –aclara san Juan Pablo II–: “El título de Reina no sustituye al de Madre: su realeza sigue siendo un corolario de su peculiar misión materna, y expresa simplemente el poder que le ha sido conferido para llevar a cabo esta misión. Los cristianos miran con confianza a María Reina, y esto aumenta su abandono filial en aquella que es madre en el orden de la gracia”. Esta aseveración de san Juan Pablo II, es la ratificación de lo dicho por casi todos los papas en diversos documentos apostólicos y encíclicas a lo largo de la historia, por ejemplo: Inocencio III le compuso oraciones y poemas en los que la llama: “Reina y Emperatriz de los ángeles”; Juan XXII concedió indulgencias a quien entonase el “Salve Regina”, la canción más popular entre los católicos del mundo, y que por serlo, se ganó el derecho a ser considerada como himno oficial de María Reina; Nicolás IV erigió en 1290, un templo dedicado a “María, Reina de los ángeles” y así abrió la puerta para que en adelante se edificaran y consagraran templos a María Reina, en todo el orbe.
Con ocasión del centenario del dogma de María Inmaculada, en 1954, el papa Pío XII, coronó a la Virgen en la basílica de Santa María la Mayor de Roma, instauró (y determinó que se celebrará el 22 de agosto), la fiesta litúrgica del Reinado de María y, ejerciendo su magisterio, proclamó la realeza de María, mediante la encíclica, Ad Coeli Reginam, que en esencia dice: “El empíreo vio que era verdaderamente digna de recibir el honor, la gloria, el imperio, por estar infinitamente más llena de gracias, por ser más santa, más bella, más sublime, incomparablemente más que los mayores santos y que los más excelsos ángeles, solos o todos juntos, por estar misteriosamente emparentada, en virtud de la Maternidad Divina, con la Santísima Trinidad, con Aquel que es por esencia Majestad Infinita, Rey de Reyes y Señor de Señores, como Hija primogénita del Padre, Madre ternísima del Verbo, Esposa predilecta del Espíritu Santo, por ser Madre del Rey Divino, de Aquel a quien el Señor Dios, desde el seno materno, dio el trono de David y la realeza eterna de la casa de Jacob, de Aquel que ofreció tener todo el poder en el cielo y en la tierra. Él, el Hijo de Dios, refleja sobre su Madre celeste la gloria, la majestad, el imperio de su realeza, porque, como Madre y servidora del Rey de los mártires en la obra inefable de la Redención, le está asociada para siempre con un poder casi inmenso en la distribución de las gracias que de la Redención derivan… Por eso hoy, 22 de agosto, día de su festividad, pidámosle a la Virgen que reine sobre nosotros, porque como dice san Alfonso María de Ligorio: “María es reina, por su hijo, con su hijo y como su hijo”.