El Santo del día
4 de mayo
Santos Felipe y Santiago, Apóstoles
Oración a Santos Felipe y Santiago, Apóstoles
Oh Dios Todopoderoso, te damos gracias por la vida y la obra de tus santos apóstoles, Felipe y Santiago. Te pedimos que, por su intercesión, nos concedas la gracia de seguir sus ejemplos de fe, humildad y amor incondicional a Ti y a nuestros semejantes. Te pedimos que, como ellos, tengamos la valentía de predicar el Evangelio y compartir la Buena Nueva con todos aquellos que encontramos en nuestro camino. Danos la fuerza y la sabiduría para llevar a cabo esta tarea con diligencia y perseverancia, y para vivir nuestras vidas en conformidad con los valores cristianos que ellos representan. Te pedimos, además, que por la intercesión de estos santos apóstoles, nos concedas la gracia de la sanación física y espiritual, así como de la paz y la armonía en nuestras vidas. Que sus vidas sean un ejemplo para nosotros y que su devoción y amor por Ti nos inspire a ser mejores cristianos cada día. Por todo lo anterior, te damos gracias y alabamos tu santo nombre. Amén.
Luego de la aparición de Jesús a los apóstoles el día de Pentecostés, encendidos por la llama del Espíritu Santo, cada uno fue tomando su camino de evangelización y mientras Felipe salió rumbo al Asia Menor, subyugando con su celo apostólico a sus habitantes profundamente arraigados en la cultura griega e influenciados por Roma, a la que pertenecían como colonia, Santiago (hijo de Alfeo), conocido como el Menor, se quedó en Jerusalén, llegó a ser su primer obispo y en el Concilio reunido allí en el año 51, defendió e impuso su criterio (contra el parecer de otros apóstoles), sobre que no era necesaria la circuncisión para quien deseara convertirse en cristiano y por eso su papel fue determinante en la apertura hacia los gentiles.
Como era de esperarse, sus destinos tuvieron en común el que ambos murieron martirizados, aunque sus ejecuciones difirieran en el tiempo: Felipe, que alcanzó a llegar a Frigia, Lidya y Escitia, luego de una larga y fecunda labor pastoral, fue lapidado y a continuación, crucificado por los romanos –según sus hagiógrafos, durante el reinado de Domiciano, cuando estaba a punto de cumplir 80 años– en la ciudad de Hierápolis (actual Turquía). A Santiago el Menor, que era respetado, admirado y había logrado un sinnúmero de conversiones entre los judíos, lo invitó el sacerdote Anás II (Ananos), para que desde el templo de Jerusalén, afirmara que Jesús no era el redentor y mucho menos el Mesías, pero él aprovechó la ocasión para proclamar a Jesús como El Enviado de Dios y al cual todos verían a la derecha del Padre. Por esto lo lanzaron de la cúpula y lo remataron a pedradas y bastonazos, en el año 62.
Felipe, discípulo de Juan el Bautista que estaba presente en el bautismo de Jesús, fue el quinto de los apóstoles escogido por El Salvador y sedujo a Natanael (Bartolomé), para que se integrara al colectivo del maestro; en las bodas de Caná, ayudó traer el agua que luego sería convertida en vino; más adelante en el Sermón de la Montaña, haciendo gala de su sensatez, le dijo a Jesús que ni con 200 denarios podría alimentarse a esa multitud y fue en ese momento en el que el Señor multiplicó los panes y los peces. Como era un hombre pragmático, en la Última Cena, le pidió al redentor que le mostrara al Padre y Él, le respondió: “Quien me ve a Mí, ve al Padre”. Ese era Felipe, un individuo sencillo que tamizaba su fe a través de la razón y con esa actitud mesurada, pudo adoctrinar a buena parte de los quisquillosos griegos del Asia Menor.
Por su parte Santiago el Menor –de quien se dice era familiar de Jesús–, tuvo el privilegio de que tras la resurrección, Jesús se le apareciera a él solamente, antes de que lo hiciera ante el colegio apostólico, en pleno durante la jornada de Pentecostés y merced a su ascetismo, constante oración, mansedumbre y sabiduría, (que le merecieron el título de Santiago el Justo), adquirió un notable ascendiente entre los demás apóstoles y sobre la incipiente comunidad cristiana de Jerusalén, tanto que el mismo san Pablo lo consideró –con san Pedro y san Juan– como una de las tres columnas sobre la que se levantó la iglesia. Fue el autor de la Carta de Santiago –la primera de las siete epístolas “Católicas”–, la más sencilla, profunda y aleccionadora por su contenido, plasmado con ideas claras e inteligibles para cualquier creyente. Por eso hoy, en su festividad, pidámosles a los apóstoles Felipe y Santiago el Menor, que nos enseñen a seguir tras las huellas de Jesús, sin preguntas ni condiciones.