El Santo del día
26 de junio
San Pelayo
Oración a San Pelayo
Querido San Pelayo, te veneramos en este día y te suplicamos que intercedas por nosotros ante el Señor. Tú, que fuiste un joven valiente en la defensa de la fe, danos la fortaleza para enfrentar los desafíos y adversidades de nuestra vida diaria. Ayúdanos a ser fieles a nuestros principios ya vivir con integridad, incluso cuando enfrentemos oposición. Inspíranos con tu ejemplo de valentía y entrega total a Dios. Te pedimos que nos protejas de todo mal y nos guíes por el camino de la santidad. ¡Ay, San Pelayo, ruega por nosotros!
Amén.
A medida que el número de prisioneros aumentaba, Pelayo se multiplicaba para atenderlos, curarlos, catequizarlos y cuando los iban a liberar o a condenar, el adolescente de solo 13 años, los preparaba para la libertad o para el buen morir y por eso todos –clérigos, niños, jóvenes, ancianos– acudían a él en busca de consuelo e invariablemente lo hallaban en sus palabras, gestos y acción. Así las cosas, los carceleros se sorprendían de la piedad, palabra ágil, buen humor y sobre todo por la devoción con la que socorría a los enfermos y a los más débiles las 24 horas del día. Paulatinamente su fama de santidad y los rumores sobre sus atributos físicos fueron trascendiendo los muros de la prisión, hasta que llegaron a oídos del califa Abderramán III.
Pelayo (nacido en Galicia, España, en el 911), vivía con su tío Hermogio, que era el obispo de la ciudad de Tuy y bajo su cuidado había aprendido precozmente latín, gramática, retórica y las bases de la teología y en todas estas materias era un alumno aventajado lo que hacía suponer que tendría una brillante carrera eclesiástica, pero en el 920, cuando Abderramán III venció las tropas del reino de León, tío y sobrino fueron apresados y confinados en una lóbrega mazmorra en la ciudad de Córdoba y en vista de que –después de tres años–, nadie pagaba rescate por ellos, el califa mantuvo como rehén a Pelayo, mientras el obispo salía a reunir el dinero suficiente para cancelar la suma exigida por el gobernante moro. Pero el prelado Hermogio murió al poco tiempo, y Pelayo, al saber la noticia, puso su vida en manos de Dios y con más bríos redobló su celo por los compañeros, sin preocuparse de lo que pudiera suceder. Y no fue nada bueno lo que ocurrió.
El califa, curioso, quiso saber si eran ciertos los rumores sobre Pelayo. Antes de llevarlo a su presencia, le quitaron sus andrajos, lo vistieron como un príncipe y al verlo Abderramán, quedó tan prendado de su inteligencia y de su belleza física, que le prometió honores, riquezas, altos cargos, si renunciaba a su fe y accedía a sus requerimientos amorosos, pero el adolescente le dijo: “Sí, ¡oh rey!, soy cristiano; lo he sido y lo seré. Tus riquezas no valen nada. No pienses que por cosas tan pasajeras voy a renegar de Cristo que es mi Señor y el tuyo, aunque tú no lo quieras”. Luego Abderramán III, pretendió acariciarlo y el chico, lo abofeteó; entonces el retorcido soberano montó en cólera y quiso ablandarlo con refinadas torturas, pero Pelayo se mantuvo firme.
En vista de que no podía doblegarlo, el 26 de junio del año 925, ordenó que le desgarraran sus carnes con tenazas y luego desde una catapulta de guerra, lo lanzaron a la otra orilla del río Guadalquivir y como continuaba vivo, un verdugo lo degolló, cuando apenas contaba 14 años. Su brutal sacrificio le mereció un lugar de honor en el catálogo de los mártires y por eso hoy 26 de junio, día de su festividad, pidámosle a san Pelayo, que nos mantenga firmes en nuestra fe.