El Santo del día
27 de diciembre
San Juan, Apóstol y Evangelista
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Oración a San Juan, Apóstol y Evangelista
Oh San Juan, apóstol y evangelista, testigo del amor de Cristo y su misericordia, te pedimos tu intercesión y guía en nuestra vida. Tú, que disfrutaste de la cercanía de Jesús, ayúdanos a conocer más profundamente su mensaje de amor, y a seguir sus enseñanzas con humildad y devoción. Concede a nuestros corazones la sabiduría para comprender la verdad de las Escrituras y la fuerza para vivir conforme al Evangelio. San Juan, modelo de fidelidad y amor fraterno, ayúdanos a amar a nuestros hermanos y a ser testigos del amor de Cristo en el mundo. Intercede por nosotros ante el Señor, para que podamos seguir el camino de la santidad y alcanzar la vida eterna.
Amén.
Desde que el emperador Tito inauguró el coliseo en el 80 DC, con cien días de festejos en el que murieron dos mil gladiadores y nueve mil fieras, no había tanta expectativa como ese día del año 95, en el que paradójicamente no se confrontarían luchadores con fieras o entre sí, sino que el protagonista sería un anciano que se acercaba a los noventa años y entraría en liza armado solamente de la oración y protegido con el escudo de su fe en Cristo.
A la hora programada los clarines anunciaron la entrada del “señor y dios” –como se hacía llamar–el arrogante y cruel Domiciano, que flanqueado por sus temibles pretorianos fue a ocupar el palco principal y con más curiosidad que odio, mandó a comparecer al reo para corroborar si era cierto el rumor de su inmortalidad (pues según la creencia de los cristianos, no moriría, hasta el regreso de Cristo), que corría de boca en boca entre el populacho romano, el mismo que enmudeció cuando escoltado por un destacamento de soldados, avanzó majestuosamente hacia el estrado imperial, el venerable y majestuoso apóstol Juan, a quien Domiciano observó de arriba abajo y recordando que en el pasado muchos cristianos sobrevivieron a las fieras que no los atacaban o a las llamas que no los tocaban, quiso curarse en salud y ordenó su inmersión en un caldero de aceite hirviente, decisión que la plebe celebró a rabiar y ya dentro del enorme recipiente del que solo sobresalía su cabeza, el apóstol Juan, oraba y alababa a Dios, mientras los borbotones de la grasa hirviente se derramaban y cuando el vapor que ascendía escondió su cara, el apóstol Juan aumentó el volumen de sus plegarias que la gleba y Domiciano, silentes, escuchaban con admiración pues se suponía que a esas alturas de la cocción, debería estar muerto y pasado un buen rato sin que el santo diera muestras de desfallecimiento, fue sacado y su rostro radiante y su cuerpo rozagante les causó mayor estupefacción. Muchos de los presentes se convirtieron al cristianismo en el acto y a la vista de este milagro, el impotente y avergonzado emperador, no tuvo más alternativa que ordenar su envío al exilio de la isla de Patmos.
Juan, el más joven de los apóstoles (nacido en Betsaida a comienzos del primer siglo), pescador de profesión, socio de Pedro y discípulo de Juan el Bautista, quien un día cuando pasaba Jesús –y Juan le seguía con Andrés, el hermano de Pedro–, les dijo: “He ahí el cordero de Dios” y ambos se acercaron al maestro y estuvieron con Él, toda la tarde. Varios días después, mientras los hermanos Juan y Santiago remendaban sus redes en las orillas del mar de Galilea, Jesús los invitó a formar parte de su grupo y los hijos de Zebedeo, sin dudarlo, se fueron con el Maestro y a más de pertenecer al cuerpo apostólico, tuvieron el privilegio de integrar el círculo más íntimo del Salvador, que los escogió para que lo acompañaran en los momentos más importantes y dramáticos de su vida pública.
Por eso Juan estuvo presente en Cafarnaúm, en la curación de la suegra de Pedro y en la resurrección de la hija de Jairo, el jefe de la sinagoga; fue testigo del encuentro de Jesús con Moisés y Elías y de su transfiguración; escuchó el fuerte discurso pronunciado por Jesús desde el Monte de los Olivos, en el que predijo el fin de Jerusalén y del mundo; lo acompañó al Huerto de Getsemaní, en su agonía antes de la Pasión, en la que sudó sangre; fue Juan –con Pedro– el encargado de escoger el recinto y organizar la Última Cena; fue el único de los apóstoles que estuvo presente en la crucifixión y recibió de Jesús la misión de cuidar a su madre; cuando la Magdalena les anunció que el cuerpo del Señor no estaba, llegó de primero al sepulcro, pero esperó a que arribara Pedro, para entrar juntos y corroborar la ausencia del Salvador; excepto en la del camino de Emaús, presenció todas las apariciones de Jesús Resucitado y su ascensión al cielo.
Luego de Pentecostés, predicó al lado de Pedro durante un buen tiempo y con él, fue considerado por san Pablo como uno de los pilares fundamentales de la Iglesia cristiana primitiva. De acuerdo con la tradición, recorrió pregonando la buena nueva por toda el Asia Menor, se residenció en Éfeso y a su alrededor floreció una vigorosa comunidad cristiana que fue el germen de la maciza iglesia oriental de la que surgieron varios padres apostólicos y muchos doctores de la iglesia. Dado que después de la destrucción de Jerusalén en el año 70, fue el único sobreviviente del grupo de los doce apóstoles, se convirtió en el referente de la genuina doctrina del Maestro y por eso su palabra fue determinante para neutralizar las incipientes herejías que se abrían camino en esos albores del cristianismo y por ende su figura era la presa más apetecida del paganismo imperial personificado por el deificado Domiciano, que para acabar con esa competencia lo condenó a morir en el caldero hirviente y al salir indemne de la prueba y ser desterrado a Patmos, Juan aprovechó para componer el cuarto evangelio, que es el más profundo, místico, teológico, sublime y pletórico del amor de Nuestro Señor Jesucristo.
Y a pesar de ser un nonagenario, tuvo la lucidez y el vigor suficientes para redactar –por inspiración divina–, su Apocalipsis, que es la revelación, de lo que habrá de ocurrir en los últimos tiempos y es el único libro profético del Nuevo Testamento. Además escribió tres hermosas epístolas, que –aunque cortas–, fueron trascendentales para afirmar la esencia del mensaje de Jesús, que es el amor. Es por ello que de viva voz y recurrentemente les decía a sus discípulos: “Hijitos míos, amaos entre vosotros” y alguna vez, al preguntársele el porqué de su insistencia en esta frase les respondió: “Porque ese es el mandamiento del Señor y si lo cumplís ya habréis hecho bastante”. Y musitando tal recomendación, murió en Éfeso a los 96 años, en olor de santidad. Por eso, hoy 27 de diciembre, día de su festividad, pidámosle a san Juan, Apóstol y Evangelista, que nos dé valor para “Amarnos los unos a los otros”.