El Santo del día
1 de julio
San Damián de Molokai
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Oración a San Damián de Molokai
San Damián de Molokai, intercesor valiente y compasivo, escucha nuestras súplicas y ruega por nosotros ante el trono de Dios. Tú que dedicaste tu vida al servicio de los leprosos, acogiendo a los marginados y abandonados de la sociedad, danos tu fortaleza y amor para amar a nuestros hermanos necesitados. San Damián, modelo de entrega y sacrificio, tú que te hiciste uno con los enfermos y sufriste con ellos, ayúdanos a ser instrumentos de consuelo y esperanza para aquellos que están afligidos. Danos la capacidad de ver a Cristo en los rostros de los que sufren, y el coraje para responder a su llamado de amor y compasión. San Damián, guía nuestro camino y protege nuestra salud, intercede ante Dios por todos los enfermos, especialmente aquellos afectados por enfermedades estigmatizadas. Que tu ejemplo de abnegación y servicio inspire a los médicos, enfermeras y cuidadores, y les dé fortaleza para enfrentar los desafíos y dificultades de su vocación. San Damián de Molokai, ruega por nosotros y por todos aquellos que buscan tu intercesión. Ayúdanos a vivir con fe y generosidad, siguiendo el ejemplo de Jesús, y a ser testigos del amor de Dios en el mundo.
Amén.
De pronto, la ordinaria lluvia tropical fue arreciando y en pocos minutos se convirtió en un huracán apocalíptico. Las palmeras batidas por las ráfagas de viento se doblaban hasta tocar el suelo, los cocos salían disparados como proyectiles, los árboles más robustos se descuajaban y las barracas se caían a pedazos como sus habitantes, los leprosos, que huían arrastrando sus muñones para refugiarse en hondonadas, oquedades o al socaire de las enormes piedras que salpicaban el paisaje de la isla de Molokai. Y entre ellos se movía el padre Damián, tratando de apaciguar el pánico de las mujeres, niños, jóvenes y ancianos que buscando abrigo, chocaban entre sí en medio de esa densa oscuridad, rasgada únicamente por los alucinantes rayos que precedían a la estampida de los truenos. Cuando amaneció, solo había ruinas, fango, desolación y miedo. Entonces el padre Damián reunió a los leprosos que aún eran útiles y con ellos empezó la reconstrucción, sin darle tregua a su propia enfermedad y a su cansancio; en menos de dos años, la aldea floreció de nuevo, con su capilla, escuela y hospital, incluidos.
Jozef de Veuster (nacido en Tremeloo, Bélgica, el 3 de enero de 1840), era un robusto campesino belga, que desde muy pequeño soñó con ser misionero y alimentaba su deseo escabulléndose a un bosque cercano en el que permanecía largo tiempo orando, pero dada la precaria situación económica de la familia tuvo que estudiar comercio y francés para ayudar a su padre, no obstante pudo más su vocación y el 2 de febrero de 1859, ingresó a la Congregación de los Sagrados Corazones, en Lovaina, a la que ya pertenecía su hermano Augusto y adoptó el nombre de Damián. Como novicio, se convirtió en el referente para sus compañeros y por eso, sin terminar sus estudios, fue seleccionado para ir a las misiones de Hawai, adonde llegó en marzo de 1864 y el 24 de ese mismo mes, fue ordenado sacerdote en Honolulu. De inmediato fue asignado a la evangelización de varias islas, cuya mayoría de habitantes eran protestantes, pero con su elocuencia y unción, el padre Damián se echaba al bolsillo a todos.
Por esa época, las autoridades promulgaron un decreto mediante el cual se ordenaba que todos los leprosos del archipiélago fueran recluidos en Molokai y al poco tiempo, esa isla estaba llena de enfermos abandonados que sin redención alguna se agredían en la lucha por la supervivencia. A todas éstas, el obispo Louis Maigret, preocupado por tal situación, envió algunos sacerdotes, pero ninguno estaba hecho para esta misión; entonces el padre Damián se ofreció de voluntario y en mayo de 1873, emprendió el último viaje de su vida, hacia Molokai. Al llegar encontró una colonia de leprosos que –crecía constantemente– y se mataban entre ellos antes de que lo hiciera la enfermedad.
Con su dulzura, entrega y palabra seductora, Damián de Molokai los organizó: construyó con la ayuda de algunos voluntarios, cientos de casas, capilla, hospital, escuela y después de contraer la enfermedad, mantuvo su ritmo frenético: curaba a todos, limpiaba sus úlceras, aseaba a los ancianos y a los niños, les hacía las comidas, lavaba sus ropas, confesaba durante las 24 horas, realizaba dos y tres eucaristías diarias, hacía guardia junto a los moribundos y se calcula que en los 16 años que estuvo en la isla, Damián de Molokai, fabricó los ataúdes, cavó las fosas y enterró en ellas con sus propias manos, a más de dos mil leprosos, hasta que su cuerpo también empezó a caerse a pedazos. Aún así, Damián de Molokai siguió con su apostolado, pero fue vencido por la enfermedad el 15 de abril de 1889, cuando contaba 49 años. El papa Benedicto XVI lo canonizó en el año 2009. Antes, en 2005, mediante votación popular en Bélgica, sus compatriotas lo eligieron como el “Belga más grande de toda su historia”. Por eso hoy, día de su festividad, pidámosle a san Damián de Molokai, que nos enseñe a vencer nuestros escrúpulos para ayudar a los demás.