El Santo del día
26 de julio
San Joaquín Y Santa Ana

Oración a San Joaquín y Santa Ana
San Joaquín y Santa Ana, benditos padres de la Virgen María, rogad por nosotros y acompáñennos en nuestro camino de fe. Interceded ante Dios por nuestras necesidades y súplicas, para que podamos vivir una vida llena de amor, esperanza y sabiduría. Ayudadnos a criar a nuestros hijos con virtud y a honrar a Dios en nuestras vidas. San Joaquín y Santa Ana, modelos de santidad familiar, guíanos en nuestro matrimonio y fortaleced nuestro amor mutuo. Que podamos seguir vuestro ejemplo de humildad y entrega total a la voluntad de Dios.
Amén.
En aquel año, como en los anteriores, Joaquín viajó con sus vecinos desde Nazaret a Jerusalén, con el fin de participar en la fiesta de la Dedicación del Templo, en la que tradicionalmente todos los israelitas llevaban sus primicias al Señor, y cuando Joaquín se adelantó para entregar su ofrenda, el airado sacerdote Isacar lo recriminó por tener la insolencia de presentar sus dones a sabiendas de su esterilidad, lo cual indicaba que la falta de descendencia –según la tradición judía–, era un castigo divino y por lo tanto sus regalos no hallaban gracia a los ojos de Dios; entonces le ordenó que abandonara el templo del cual salió Joaquín tan avergonzado, que no quiso regresar a casa sino que huyó al territorio en el que sus pastores apacentaban sus rebaños; bañado en lágrimas, se rasgó sus vestiduras, se mesó sus barbas, se echó ceniza en la cara y arrodillado oró sin pausa, no ingirió alimentos, ni concilió el sueño en varias semanas, al cabo de las cuales y rodeado de un inmenso resplandor, se le apareció un ángel del Señor y le anunció que su esposa Ana –de avanzada edad– le daría una hija a la que impondría el nombre de María, pero debería consagrarla a Dios (de acuerdo con la promesa que le habían hecho a Yahvé, años atrás, si les concedía la gracia de tener un hijo): no comería, ni bebería nada impuro, viviría en el templo bajo la égida de los sacerdotes y sólo saldría de –allí según dijo el mensajero–, para engendrar al Hijo del Altísimo. Ese mismo día, Ana, que en su casa lloraba la ausencia de su marido y gemía ante Dios por su infertilidad, fue visitada por el mismo ángel que le transmitió un mensaje idéntico y le ordenó que lo esperara en la Puerta Dorada, cercana al templo; cuando llegó Joaquín, acudió con él a darle gracias a Dios, delante de Isacar, el sacerdote que había expulsado a su esposo de aquel lugar sagrado.
Joaquín y Ana constituían un matrimonio próspero, que en Nazaret llevaban una vida piadosa y ejemplar. Ambos compartían sus riquezas con el templo y los pobres, acogían a los extranjeros, ayudaban a las viudas y a los huérfanos, cumplían rigurosamente sus deberes religiosos y con ese comportamiento intachable se ganaron el respeto de la comunidad que los acataba y consultaba en los asuntos comunales. Mas no todo era color de rosa, pues hacía más de 20 años que rogaban a Dios que les concediera descendencia pero –de acuerdo con las creencias del pueblo–, la reticencia divina era señal inequívoca de que había un pecado oculto y por eso Yahvé los castigaba con la esterilidad. Sin embargo, Joaquín y Ana no se daban por vencidos y a la par que continuaban haciendo el bien, insistían con vehemencia en su petición, mediante la oración y la observancia de todos los preceptos de la ley mosaica. Aunque la esperanza se resquebrajó después de que Isacar echara del templo a Joaquín –por cuya mente cruzó la idea del suicidio– pudo más su confianza en el Altísimo, que los recompensó con el anuncio de su enviado y el cumplimiento de la profecía en su debido momento.
Desde el comienzo de su gestación, el matrimonio se trasladó a Jerusalén, en donde nació la Virgen María y cuando ella cumplió los tres años, reafirmaron su promesa: desde ese momento la niña vivió en el templo bajo el cuidado y la guía de los sacerdotes que le inculcaron los más acendrados principios de la ley judía y llegó a ser una aventajada alumna en el conocimiento e interpretación de las Sagradas Escrituras; al cruzar el umbral de los 14 años, le fue entregada en matrimonio a José. Entretanto, Joaquín y Ana, que en ese lapso la acompañaron devotamente en su proceso educativo, fueron envejeciendo en olor de santidad y –según la tradición–, murieron antes de los esponsales de la Virgen María.
En su viaje a Tierra Santa, en el siglo IV, santa Elena –madre del emperador Constantino– redescubrió la casa de san Joaquín y santa Ana (que en los albores del cristianismo fue un lugar de peregrinación, porque allí descansaban los restos de ambos esposos) y sobre ella, construyó una iglesia que con diferentes nombres: Santa María, Santa María Ubi Nata Est, Santa María en Probática, Santa Probatica y Santa Ana, recibió peregrinos de todo el mundo hasta el siglo IX, en el que los invasores musulmanes la destruyeron y en su lugar erigieron una escuela, pero para entonces la devoción a san Joaquín y santa Ana ya era muy popular y estaba tan extendida, que en Europa, abundaban los templos consagrados a estos esposos ejemplares. Por eso hoy, 26 de julio, día de su festividad, pidámosle a san Joaquín y a santa Ana, que nos enseñen a confiar en Dios incondicionalmente.