El Santo del día
11de julio
San Benito
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Oración a San Benito
¡Oh San Benito, valiente y poderoso intercesor! En tus manos pongo mis súplicas y necesidades, confiando en tu amor y protección. San Benito, protector contra el mal y las tentaciones, te ruego que me asistas en mi lucha diaria, ayúdame a resistir las influencias negativas y a seguir el camino de la virtud y la rectitud. Concede tu fortaleza y sabiduría para enfrentar las dificultades que encuentro, y para superar los obstáculos que se interponen en mi camino. San Benito, guía mis pasos hacia la paz interior y la armonía con Dios y con mis semejantes. Dame la gracia de vivir una vida santa y virtuosa, y de obtener las bendiciones que tanto anhelo. Intercede por mí ante el trono de la Divina Misericordia, y alcánzame el perdón de mis pecados y la reconciliación con mi Creador. Amado San Benito, te imploro humildemente que escuches mi oración y atiendas mis peticiones. Confío en tu bondad y poder para obrar milagros, y te doy gracias de antemano por tu intercesión.
Amén.
Arrodillado en un claro del bosque, Benito oraba fervientemente y a prudente distancia lo esperaba Mauro, uno de sus compañeros; entretanto Plácido –el tercer amigo– se adelantó hasta el río cercano y para refrescarse y calmar la abrasadora sed que lo agobiaba se adentró en el cauce con tan mala suerte que la impetuosa corriente lo arrastró; en ese instante, Benito interrumpió abruptamente su plegaria, se levantó sobresaltado y perentoriamente le ordenó a su acompañante que fuera a rescatarlo, entonces el acucioso Mauro acudió presuroso y sin detenerse en la orilla, continuó corriendo sobre las aguas hasta llegar adonde el aterrado monje luchaba por mantenerse en la superficie. Antes de que se hundiera definitivamente, logró agarrarlo del pelo y sin esfuerzo lo remolcó a la ribera en la que ya los esperaba Benito. Cuando Plácido recuperó el conocimiento, le dio las gracias al santo, quien le respondió que el agradecimiento debía ser para Mauro, que lo había sacado del agua, a lo que el náufrago le respondió que su salvador era él, porque vio su hábito y distinguió su rostro mientras avanzaba sobre las olas y después de asirlo por el cabello la inconfundible voz de Benito, lo tranquilizó. Por su parte el azorado Mauro afirmaba que solo se dio cuenta de lo que ocurría en el momento en que Plácido ya estaba a salvo en la orilla. Entonces Benito los miró con aire de complicidad y les pidió que no le contaran a nadie lo sucedido.
Benito (nacido en Nursia, Italia, en el año 480), pertenecía a la noble familia Anicia y con santa Escolástica, su hermana melliza, fue llevado a Roma –cuando aún era muy niño– en donde adelantó su formación básica, luego estudió literatura, retórica, jurisprudencia y filosofía. A pesar de ser el alumno más aventajado, lo que le auguraba un futuro político promisorio, decidió abandonar la ciudad –desencantado de la vida disoluta y la molicie de sus compañeros– y se dirigió a la población de Enfide, en cuyas afueras se estableció, pero la proximidad de la gente lo empujó hacia una cueva ubicada en la abrupta cima de una montaña de las cercanías de Subiaco y allí permaneció tres silenciosos años durante los cuales solo tuvo contacto con un sabio ermitaño llamado Romano, con quien penetró en las profundidades de la oración, del ayuno, la penitencia y la mortificación corporal.
Su ejemplo de austeridad y santidad le valió un merecido respeto entre los demás eremitas que vivían en la región y por eso tras la muerte de su abad, los monjes del monasterio de Vicovaro le pidieron que ocupara el lugar del difunto y aunque en principio rechazó la oferta con firmeza, ante tanta insistencia, aceptó a regañadientes. No obstante, al cabo de unos meses, los mismos peticionarios descontentos con la rigidez de sus reglas intentaron envenenarlo, pero al bendecir el vino mezclado con el tóxico, la copa estalló y entonces Benito, desencantado, abandonó el convento y volvió a su cueva.
Muy pronto su deseo de permanecer aislado fue roto por un entusiasta grupo de seguidores a los que trató de alejar, pero dada la sinceridad de sus intenciones los acogió fraternalmente y los distribuyó en doce pequeños monasterios –hechos de madera– cada uno con doce monjes, supervisados por un prior y Benito los regía a todos con un solo precepto –aparte de su ejemplo–: “Ora et labora” que significa: Reza y trabaja. Su sabiduría, su austeridad proverbial y los frecuentes milagros que realizaba, acrecentaron su fama y por supuesto la envidia de algunos religiosos que no compartían sus métodos y por eso trataron de socavar su autoridad e indisponer en su contra a los eremitas que estaban a su cargo, entonces decidió fugarse de nuevo y en el año 530 se refugió en la cumbre de un áspero risco llamado Montecassino, pero una vez más sus adeptos no le dieron tregua y entonces comprendió que, dirigirlos, era la voluntad de Dios por lo que dejó de resistirse y decidió construir sobre las ruinas de un templo pagano y con la ayuda de todos, la abadía más famosa y representativa de la historia pues con el paso del tiempo ese monasterio se convirtió en el centro de la espiritualidad monacal de la Europa medieval porque allí nació la orden Benedictina, y surgió la “Santa Regla” que escrita por Benito, sirvió de modelo a las constituciones de las demás congregaciones instituidas a lo largo del siguiente milenio.
Esa rígida norma también cambió la vida de los seglares que la conocieron y practicaron, porque sus pautas fueron concebidas por san Benito, de tal forma que cualquier persona podía profesarlas, eso sí, con mucho esfuerzo. Más allá de su indiscutible liderazgo (que emanaba de su mansedumbre, dulzura, don de consejo, austeridad, oración permanente, ayuno constante y mortificaciones corporales), la vida misma de Benito era un constante milagro, pues a su paso se daban toda clase de prodigios: leía los pensamientos ajenos, aliviaba enfermos, resucitaba muertos, expulsaba demonios, llenaba las despensas de los pobres y de su convento, hacía brotar agua de la tierra y de las rocas en tiempos de sequía.
Hasta su muerte –ocurrida el 21 de marzo del 547– fue un milagro, porque predijo la fecha y con seis días de antelación, san Benito, ordenó que se cavará su tumba. Cuando estuvo lista su sepultura, le sobrevino una fuerte fiebre, entonces se hizo llevar a la capilla de Montecassino y allí, mientras oraba, expiró de pie, con los brazos en alto y en esa posición, Benito permaneció varios minutos antes de que los monjes que lo acompañaban se dieran cuenta de su fallecimiento; como los milagros se multiplicaron alrededor de su tumba, la devoción popular en torno suyo se extendió rápidamente y desde el siglo VIII, su festividad comenzó a celebrarse el 11 de julio. Fue declarado santo patrono principal de Europa, por el papa Pablo VI, en 1964. Por eso hoy, día de su festividad, pidámosle a san Benito que nos guíe con su “Santa Regla”, por los caminos de Dios.