El Santo del día
17 de julio
Las Carmelitas de Compiegne, Mártires
Oración a Las Carmelitas de Compiegne, Mártires
Oh Dios, Padre misericordioso, te pedimos por las Carmelitas de Compiègne, nuestras valientes mártires, que dieron su vida en testimonio de fe. En medio de la oscuridad de la Revolución Francesa, ellas permanecieron firmes en su amor por Ti, renunciando a todo por seguir a Cristo. Con coraje y determinación, ofrecieron su vida como un sacrificio, uniéndose al sacrificio redentor de tu Hijo. Te pedimos, Señor, que su ejemplo de fe y fidelidad nos inspire en nuestra propia vida cristiana. Ayúdanos a perseverar en la fe, incluso en medio de las dificultades y desafíos. Que las Carmelitas de Compiègne, mártires, intercedan por nosotros ante tu trono de gracia. Concédenos la fortaleza y la valentía para seguir a Cristo y dar testimonio de tu amor en el mundo. Por Jesucristo nuestro Señor,
Amén.
Cuando las 15 Carmelitas estaban junto al patíbulo entonando el Te Deum y la multitud esperaba expectante su ajusticiamiento, en medio de la muchedumbre, una mujer joven contemplaba el espectáculo visiblemente aturdida y cuando la turba enardecida arreció en sus injurias contra las religiosas maniatadas, ella se abrió paso y resueltamente se encaminó hacia las condenadas a cuyos cantos se sumó con voz estentórea y lágrimas en los ojos; inmediatamente la guardia la prendió al reconocer que era la única monja que había jurado lealtad a la constitución atea, en la misma ceremonia en la que sus hermanas se negaron a ello.
Una vez depuesto el rey Luis XVI, en 1789, el Directorio –que asumió el control del gobierno francés– desató una feroz persecución contra la Iglesia, a la que acusaba de monarquista y, por lo tanto, enemiga del pueblo y de la revolución francesa; sus agentes empezaron a confiscar los bienes de las comunidades y a expropiar las iglesias, los monasterios, conventos, escuelas; a expulsar a los clérigos que se negaran a renunciar a su fe y a declarar su lealtad juramentada a la constitución que proscribía la religión. En agosto de 1790, les tocó a las hermanas Carmelitas Descalzas de Compiegne, que fueron obligadas a dejar sus hábitos y con ropa común las lanzaron a la calle, pero ellas organizaron cuatro grupos que fueron recibidos por igual número de familias piadosas y continuaron su vida monacal con la rigurosidad de siempre: realizaban los oficios divinos, mantuvieron su vida de penitencia y oración, permanecían en contacto diario y cuando las circunstancias lo permitían se reunían en alguna de las casas donde se hospedaban, oraban juntas y debatían sobre los destinos de la congregación. Denunciadas ante las autoridades, los esbirros del régimen allanaron todas las viviendas y encontraron las pruebas que necesitaban: crucifijos, rosarios, estatuillas de la Virgen, estampas y libros sobre las vidas de los santos, la Biblia, etc.
En junio de 1794 fueron apresadas y confinadas en el convento de la Visitación de Compiegne, convertido en cárcel. Por fin juntas, pudieron reanudar su vida de comunidad y felices se sumergieron con mayor ahínco en la contemplación y la oración; pero dado que el informe las describía como altamente peligrosas para la estabilidad de la república, fueron llevadas, al final de ese mes, a la tenebrosa prisión de la Conserjería en París, en donde con bombos y platillos celebraron el 16 de julio, la festividad de su santa madre, la Virgen del Carmen. Al día siguiente fueron conducidas al tribunal que las condenó a muerte y esa misma tarde las trasladaron atadas y hacinadas en un carretón hasta el cadalso. Una vez allí entonaron con todas sus fuerzas el Salve Regina, el Veni Creator, el Te Deum y en el momento en que la hermana arrepentida surgió de entre los espectadores, la multitud se calló para escucharlas y observar cómo cada una de las 16 monjas –incluida la recién llegada–, se arrodillaban ante su superiora la madre Teresa de San Agustín, le pedían su bendición, formulaban de nuevo sus votos, reafirmaban su condición de Carmelitas y subían mansamente para ser decapitadas.
De última ascendió la abadesa: se echó la bendición, dijo a sus verdugos que los perdonaba y cuando la guillotina se cernía sobre su cabeza gritó: Viva Cristo. Fueron beatificadas por el papa san Pío X, en mayo de 1906. Por eso hoy, 17 de julio, día de su festividad, pidámosle a las beatas mártires de Compiegne, que nos den valentía para nunca renegar del nombre de Nuestro Señor Jesucristo.