El Santo del día
17 de diciembre
San Lázaro
Oración a San Lázaro
Oh San Lázaro, protector de los afligidos y enfermos, Tu milagroso poder sana las penas del alma, En tu humildad y fe, hallamos consuelo y esperanza, Guía nuestras vidas con tu luz llena de calma. Tu devoción eterna irradia amor y compasión, Intercede por nosotros ante el trono celestial, En cada acto de fe, tu gracia nos sostiene, Fortaleza y alivio en momentos de mal. Bajo tu amparo, encontramos consuelo y abrigo, Tu ejemplo de fe inspira nuestro caminar, San Lázaro, ruega por nosotros, oh santo amigo, Que tu bendición nos guíe y nos haga descansar.
Amén.
El dolor y la tristeza se reflejaban en los rostros de todos los amigos que acompañaban a la familia en ese doloroso trance y de tanto en tanto, una de las dos hermanas se asomaba y desde el otero que dominaba los caminos que conducían a Betania, escudriñaba con la ilusión de ver aparecer por alguno de ellos a Jesús y su grupo de apóstoles, pero todo era en vano y a pesar de que ya habían transcurrido cuatro días, no perdían la esperanza de verlo, exponerle sus cuitas y por lo menos recibir el bálsamo de su consuelo. Al finalizar la tarde, llegó un mensajero a la casa y le dijo a los presentes que Jesús se aproximaba con su comitiva, y entonces Marta salió a su encuentro y le dijo: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero yo sé que Dios te concederá todo lo que pidas”. Jesús le respondió: “Tu hermano resucitará” y ella le replicó: “Sé que resucitará cuando la resurrección, el último día” y el Salvador afirmó: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”.
Inmediatamente Marta llamó a su hermana, María, que también se lamentó por su ausencia ante la inminencia de la muerte de Lázaro y el Señor visiblemente conmovido se echó a llorar y preguntó: “¿En dónde lo habéis puesto?” y entonces ella le señaló la cueva en la que reposaba su amigo; Él fue hasta el sitio y ordenó que quitaran la piedra y levantó los ojos al cielo diciendo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo bien sé que siempre me escuchas; pero lo he dicho por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”. A continuación, con voz estentórea, ordenó: “¡Lázaro, sal fuera!”. Y el muerto salió atado de pies y manos con vendas, y envuelta la cara en un sudario. Jesús les dijo: “Desatadlo y dejadlo andar”.
Ese Lázaro –no confundirlo con el de la parábola del rico Epulón–, pertenecía a una prestante familia judía que vivía en la aldea de Betania, a tres kilómetros de Jerusalén y con sus dos hermanas –Marta y María– eran la familia de confianza de Jesús, que siempre establecía su cuartel en esa casa cuando se acercaba a la capital en las épocas de las grandes celebraciones religiosas y en tales ocasiones, acudían al lugar muchos curiosos y fariseos que querían oír al Salvador. Eso fue lo que ocurrió –según el capítulo 12 del evangelio de san Juan– seis días antes de la Pascua, cuando el recién resucitado Lázaro le ofreció una cálida cena a Jesús y a sus discípulos, coyuntura en la que: “María, tomó una libra de perfume de nardo puro, de gran precio, y ungió los pies de Jesús, enjugándolos luego con sus cabellos, por lo que la casa se llenó del olor del perfume” y esto, más el prodigio que acababa de realizar, rebosaron la taza de los sumos sacerdotes que decidieron matar a Jesús, pero también a Lázaro, que como testimonio vivo, apartaba a los judíos de su fe y los depositaba a los pies de Cristo.
Por eso tras la muerte y resurrección del Maestro y la fiesta de Pentecostés, Lázaro, de acuerdo con san Juan de Eubea, escritor y predicador del siglo VII, tuvo que huir a Chipre con sus hermanas y evangelizó a buena parte de la isla, de manera tan fructífera, que san Pablo y san Bernabé –que por esa época predicaban en la región– lo consagraron obispo de Larnaca, en donde organizó la Iglesia primitiva y dirigió sus destinos por treinta años más, hasta su segunda muerte y sus restos fueron trasladados a Constantinopla, en el siglo X, por el emperador León VI.
Otra leyenda provenzal, –que no tiene mucha consistencia histórica–, afirma que durante la primera persecución de Nerón, Lázaro huyó hacia Francia, en un barco desvencijado, sin timón ni velas y milagrosamente pudo llegar a Marsella, en donde se instaló con sus hermanas y catequizó esa comarca de la cual fue su primer obispo –y de acuerdo con esta versión–, sus reliquias reposaron durante varios siglos en la iglesia de san Víctor de Marsella. Lo cierto del caso es que la tumba de Betania –de la que sí existe certeza–, fue un lugar de peregrinación tan visitado que sobre ella se construyó un santuario y en ese lugar, el emperador Carlomagno, (en el siglo IX), mandó a edificar un monasterio que aún es regentado por los franciscanos. Por eso hoy, 17 de diciembre, día de su festividad, pidámosle a san Lázaro, que nos asista en el día de la resurrección.