El Santo del día
27 de julio
San Pantaleón
Oración a San Pantaleón
San Pantaleón, bendito médico celestial, a ti acudo en busca de tu intercesión, protector de los enfermos y consuelo de los afligidos. Te ruego, bondadoso santo, que me concedas tu poderosa ayuda en este momento de necesidad. Escucha mi oración y atiende mis súplicas. Sé mi guía en la enfermedad, ayúdame a encontrar la fortaleza y la sanación, tanto en el cuerpo como en el espíritu. Intercede ante Dios por mi bienestar, y que su divina gracia me acompañe en todo momento. San Pantaleón, patrono de los médicos, inspira a aquellos que cuidan de los enfermos, para que su labor sea guiada por la compasión y el conocimiento. Dales sabiduría para diagnosticar y tratar, y fortaleza para enfrentar los desafíos. Te pido que bendigas a todos los enfermos, que alivies sus dolores y les concedas pronta recuperación. Fortalece a sus familias y seres queridos, dándoles consuelo y esperanza en tiempos difíciles. San Pantaleón, amigo de los que sufren, te suplico que intercedas por todos aquellos que padecen enfermedades graves o crónicas. Que tu poderosa intercesión les brinde consuelo, paz interior y la gracia divina para sobrellevar su cruz. Te agradezco, glorioso San Pantaleón, por escuchar mis plegarias y por tu intercesión poderosa. Confío en tu bondad y misericordia, sabiendo que velas por mi bienestar espiritual y físico.
Amén.
Aunque cada 26 de julio, el milagro se replicaba puntualmente desde hacía más de un siglo en el Real Monasterio de la Encarnación, en Madrid, la Inquisición sospechaba que algo extraño ocurría y se propuso dilucidar el asunto de una vez por todas. Y eso fue lo que hizo el juez ordinario inquisidor Miguel Herrero Esquera, arzobispo de Santiago de Compostela, que ordenó el 28 de enero de 1724, la apertura de un proceso sobre la licuefacción de la sangre de san Pantaleón, cuya redoma llegó al convento madrileño de las Agustinas Recoletas, en 1616, por intermedio de la novicia, Aldonza Zúñiga, que la recibió de su padre el virrey de Nápoles, Juan de Zúñiga, quien a su vez la había sustraído del plasma contenido en la reliquia que reposa en la catedral de Ravello en Italia. Una rígida comisión (compuesta por un notario, la superiora del convento sor Agustina de Santa Teresa, Juan de Alancastre, obispo de Cuenca, el calificador de la Inquisición, Agustín de Castejón y los doctores de la corte, Fernando Montesinos y Juan Tornay) asistió durante diez años a la revalidación del fenómeno y una vez terminado el plazo, sus integrantes tuvieron que recomendar el cierre del expediente ante la incuestionable realidad del milagro que aún hoy se renueva conforme a la costumbre y congrega a miles de peregrinos procedentes de todo el mundo.
Pantaleón (nacido en la segunda mitad del siglo III, en Nicomedia, ciudad del Asia Menor), por ser hijo de Eustorgio, un opulento senador romano, recibió una esmerada educación humanística y tras concluir sus estudios de medicina –con Eufrosino, médico personal del emperador Diocleciano–, se dedicó con abnegación a curar gratuitamente a los pobres de la ciudad, lo cual le ganó el respeto y la admiración de toda la población, pero le granjeó la enemistad de sus colegas que vieron menguada su clientela. No obstante su altruismo, Pantaleón mantenía un tren de vida consecuente con su calidad de noble, hasta que conoció al sacerdote Hermolao, quien lo impresionó por su santidad y luego de bautizarlo le dijo que si bien es cierto era excelente curando las enfermedades del cuerpo, Dios quería que se dedicara a curar los males del alma, a lo cual se entregó sin ambages desde ese momento. Su fervor y permanente oración pronto comenzaron a obrar milagros a granel y por mediación de sus enconados colegas –que estaban a punto de arruinarse–, el chisme le llegó al emperador Galerio Maximiano, del que Pantaleón era su médico personal.
Tras regarse la noticia de que le había devuelto la vista a un amigo de su padre –quien quedó convencido y se bautizó–, fue llevado a la presencia de Galerio y delante de él repitió la dosis, al curar a un paralítico; entonces el emperador trató de convencerlo para que apostatara de su fe, pero Pantaleón se mantuvo firme, por lo que el emperador lo mandó a torturar: luego de flagelarlo, le pusieron hierros candentes sobre sus carnes y su piel permaneció intacta; lo echaron a rodar atado a una rueda dentada que no le hizo mella; lo sumergieron en un caldero de plomo hirviendo y salió indemne; con una piedra al cuello fue arrojado al mar y flotó; las fieras a las que fue lanzado en el anfiteatro, en vez de atacarlo lamieron sus manos y cuando Pantaleón las bendijo, se retiraron. Por fin el 27 de julio del año 304 pudieron decapitarlo junto al tronco podrido de un olivo, la sangre regó su raíz e inmediatamente el árbol reverdeció y unos cristianos piadosos pudieron recoger una parte del precioso plasma, el mismo que empieza a licuarse el 26 de julio, permanece en estado líquido todo el día siguiente, fecha en la que se conmemora su ejecución y en el transcurso de la noche, vuelve a convertirse en un polvo color marrón. Por eso hoy, 27 de julio, día de su festividad, pidámosle a san Pantaleón que aunque nos sometan a duras pruebas, permanezcamos fieles al amor de Nuestro Señor Jesucristo.