El Santo del día
13 de diciembre
Santa Lucía
Oración a Santa Lucía
Santa Lucía, luminosa protectora de la vista y ejemplo de fe inquebrantable, en tu día celebramos tu valentía y devoción. Tu firmeza ante la adversidad nos inspira a mantener la luz de la esperanza encendida en los momentos más oscuros. Guía nuestros pasos con tu claridad y fortaleza, permitiendo que veamos con claridad el camino hacia la paz y la bondad. Ruega por nosotros, oh santa patrona del 13 de diciembre, para que encontremos la serenidad y la visión espiritual que necesitamos en nuestra jornada terrestre.
Amén.
Al morir su padre, Lucía heredó una cuantiosa fortuna a la que los solteros nobles de Siracusa, inmediatamente le echaron el ojo, porque era una jugosa dote y quien lograra casarse con la joven, mataría dos pájaros de un solo tiro: se haría inmensamente rico y se quedaría con la doncella más hermosa y virtuosa de la ciudad. Entonces comenzó la pugna entre los pretendientes a los que Lucía rechazaba con suave firmeza y atrincherada en la oración, el ayuno y la meditación, blindaba así su virginidad, la misma que desde la adolescencia le había entregado a Dios, mediante un voto secreto de castidad que estaba dispuesta a cumplir aunque le costara la vida. No obstante, su mamá, Eutiquia, acosada por los candidatos, no tuvo más remedio que escoger al que juzgó como el mejor partido, pero una vez elegido el futuro esposo de su hija, fue atacada por una enfermedad, que –a pesar de los diversos tratamientos prescritos por los mejores médicos de todo el imperio–, no cedía y Lucía aprovechó la coyuntura para proponerle una peregrinación a la tumba de santa Águeda, en Catania, con la condición de que si se curaba, no la obligaría a casarse. Eutiquia aceptó la propuesta y en efecto se obró el milagro. Entonces, además de exonerarla del compromiso, la exultante madre permitió que Lucía repartiera su herencia entre los pobres de Siracusa. De este gesto se pegó el pretendiente rechazado, para vengarse, acusándola de cristiana porque ellos eran los únicos que realizaban acciones de esta índole.
Lucía (nacida en Siracusa, en el año 283), era hija de Lucio y Eutiquia, un matrimonio muy influyente de la ciudad, que deseaba para ella una educación acorde con su condición social, pues de ello dependía la concertación de una boda ventajosa –que en ese entonces era a lo único que podía aspirar una mujer en el imperio romano– pero su padre murió cuando Lucía estaba muy pequeña y a pesar de su corta edad, esa dolorosa pérdida la maduró precozmente, se alejó del ambiente en que la habían criado e inducida por algunos de los sirvientes cristianos de su casa descubrió al verdadero Dios, se entregó a Él, sin reservas a través de la oración y la alabanza, se puso al servicio de los más pobres y consagró su virginidad a Dios, voto que a la postre le costaría la vida, porque después de que su madre la liberó de la obligación de casarse y le dio permiso de repartir su herencia entre los más desvalidos, por instigación del pretendiente frustrado, el procónsul Pascasio, quien (cumpliendo órdenes de Diocleciano, adelantaba en Siracusa una feroz persecución contra los cristianos), la hizo comparecer ante él, la instó a que renunciara a su fe y al no conseguir su abjuración la amenazó con torturarla, pero la valiente Lucía le respondió que no tenía miedo porque: “Quienes creemos en Cristo y tratamos de llevar una vida pura tenemos al Espíritu Santo, que vive en nosotros y nos da fuerza, inteligencia y valor”.
Desconcertado el cruel funcionario, quiso probar la fuerza de sus argumentos y ordenó que llevaran a Lucía a un prostíbulo para arrebatarle su virginidad, pero los esbirros que debían ejecutar su mandato no fueron capaces de moverla de su sitio; intentaron levantarla en vilo amarrada de pies y manos a un larguero y no pudieron; entonces la ataron a una yunta de bueyes que tampoco logró desplazarla. En vista de ello, formaron una fogata a su alrededor, pero como el fuego no le hizo daño, Pascasio mandó a que le sacaran los ojos, mas santa Lucía no perdió la visión, pues describía con detalle lo que ocurría en torno a ella y exultante de gozo, alababa a Dios e invitaba a los espectadores a que hicieran lo mismo. Ante la creciente simpatía que santa Lucía despertó en la concurrencia, el cruel procónsul se adelantó a la revuelta que ya se estaba incubando y la hizo decapitar ese 13 de diciembre del año 304. Por eso hoy, día de su festividad, pidámosle a santa Lucía, que nos abra los ojos del espíritu, para ver de cerca la majestad de Nuestro Señor Jesucristo.