El Santo del día
19 de diciembre
San Urbano V
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Oración a San Urbano V
Oh glorioso San Urbano V, protector de los agricultores y guía de los viticultores, te imploramos humildemente que intercedas por nosotros ante Dios. Concede tu bendición a nuestros campos y cultivos, haz que nuestras cosechas sean abundantes y nuestros frutos prosperen. Inspíranos con tu sabiduría para cuidar la tierra que Dios nos ha dado y trabajar con esmero para el bienestar de todos.
Amén.
Hacía más de medio siglo que Roma, huérfana de padre, gemía en el olvido y más parecía una escombrera que la Ciudad Eterna. Entretanto, las seculares familias poderosas se disputaban como hienas el gobierno de ese raquítico estado, sin importarles el hambre, el miedo y la desesperanza del anémico pueblo que resignado, asumía su situación como un castigo divino, porque el papa Clemente V había cambiado la amada ciudad por una pretendiente más suntuosa, elegante y refinada, llamada Avignon, que en 1309 se la sirvió en bandeja de plata el rey francés, Felipe IV (El Hermoso), quien después de seducirlo con honores y riquezas, lo convirtió en su rehén y títere.
Luego, sus sucesores retuvieron en esa opulenta población, a los seis pontífices siguientes hasta que –el penúltimo–, Urbano V, preocupado por el caos que reinaba en Roma, decidió devolverle el trono de san Pedro y a pesar de la oposición de los cardenales galos y del rey francés, Carlos V, (que no tenía la fuerza suficiente para detenerlo porque la guerra que libraba contra los ingleses, lo tenía debilitado), emprendió el regreso en abril de 1367 y en octubre de ese año, fue recibido apoteósicamente por el pueblo romano para el que ese gesto significaba su rehabilitación ante los ojos de Dios y por ende la apertura de una edad dorada, que en efecto comenzó, porque Urbano V, adecentó y ocupó las estancias vaticanas –que desde entonces se convirtieron en la residencia oficial de los papas–; abrió los graneros de la ciudad para saciar el hambre crónica de los pobres desnutridos y conmovido por el deplorable aspecto que ofrecían las basílicas de san Pedro, san Juan de Letrán y san Pablo Extramuros, emprendió la reconstrucción de ellas y a la par acometió una vasta reparación de las calles, parques, acueductos, restauró los principales edificios públicos y esta ambiciosa tarea generó empleo para todos los romanos, lo que se tradujo en la reactivación del comercio. Entonces la Ciudad Eterna recuperó su perdido esplendor y adquirió mayor lustre, porque de toda Europa, acudían representaciones de los gobiernos que buscaban el consejo o la mediación –en los impases diplomáticos tan comunes en ese período de la edad media–, del sabio papa Urbano V, cuya evidente autoridad moral, le devolvió el prestigio y la credibilidad a la Iglesia.
Guillaume de Grimoard (nacido en Grisac en 1310), hijo de Guillaume II, señor del feudo de Grisac, se distinguió desde muy pequeño por su liderazgo y sus dotes intelectuales, las cuales aprovechó su padre enviándolo a Montpellier, en donde estudió derecho canónico y tras completar su preparación en derecho civil en Toulouse, recibió el doctorado en jurisprudencia e ingresó al monasterio benedictino de Chirac, en el que después de adelantar su noviciado fue ordenado sacerdote y volvió como profesor de ambas ramas del derecho a las universidades en las que había estudiado y allí se labró una sólida reputación de canonista, la misma que dejó a un lado –tras un breve paso por la vicaría general de la diócesis de Clermont–, al ser designado prior de la abadía de san Germán de Auxerre, a la que organizó con tanta eficiencia, que el papa Inocencio VI, lo envió como abad del prestigioso monasterio de san Víctor y allí, replicó lo hecho en su anterior convento.
Dadas sus dotes de conciliador, el papa Clemente VI, lo mandó a negociar con el todopoderoso arzobispo de Milán, Giovanny Visconti, que quería apoderarse de Bolonia, ciudad que formaba parte de los Estados Pontificios y con discreción y prudencia, Guillaume de Grimoard logró un acuerdo que satisfizo a ambas partes; desde ese momento, fue el legado papal encargado de apagar todos los incendios diplomáticos que pululaban en la volátil Europa de finales del siglo XIV.
En 1362, cuando se encontraba resolviendo un litigio diplomático en la corte de Juana de Nápoles, recibió la noticia de que el papa Inocencio VI había muerto el 12 de septiembre y debía presentarse inmediatamente en Avignon, en donde sería coronado como el nuevo pontífice, a pesar de que era un simple abad, pero la vida de oración y austeridad benedictina de Guillaume de Grimoard, legitimaba sus méritos y le confería el suficiente prestigio para convertirse en el sucesor de Pedro. El 6 de noviembre fue coronado tras ser ungido obispo y cardenal el mismo día.
Inmediatamente con el nombre de Urbano V, comenzó a depurar la curia, cuya burocracia y boato redujo al máximo; separó de sus cargos a los clérigos laxos y simoníacos –que vendían y compraban cargos eclesiásticos–; metió en cintura a los reyes que se entrometían en los nombramientos de obispos, arzobispos, cardenales y en la administración de los bienes y rentas de la Iglesia; les puso el tatequieto a los cardenales franceses que habían votado por él con la creencia de que sería manipulable por el hecho de ser su connacional; estimuló y patrocinó la apertura de las universidades de Cracovia, Viena, Orange, fortificó las de Montpellier y Toulouse; envió misioneros a todos los países balcánicos que abrazaron sin dilación la fe católica y temerariamente decidió devolver el papado a su sede natural: Roma, a pesar de que ello supondría un acre enfrentamiento con la corona francesa, pero la determinación del beato Urbano V, fue saludada con alborozo por todos los católicos y por buena parte de las monarquías europeas porque al liberarse del yugo francés, la Iglesia recuperaría su neutralidad y volvería a ser el fiel de la balanza política.
Su audacia sacó de cuidados intensivos a la agónica Roma y le restituyó su brillo y prosperidad, pero en 1370, el beato Urbano V se sintió inseguro porque los condotieros mercenarios amenazaban constantemente su estabilidad y aunque con dolor en el alma, prefirió retornar a Avignon, no obstante los ruegos del pueblo, de algunos monarcas y especialmente de santa Brígida de Suecia, quien le rogó de rodillas que se quedara, porque si abandonaba Roma, moriría antes de finalizar el año y así fue. El 19 de diciembre –dos meses después de su llegada–, el beato Urbano V falleció en Avignon. Fue beatificado por el papa Pío IX, en 1870. Por eso hoy, día de su festividad, pidámosle al beato Urbano V, que nos dé coraje para aceptar la voluntad de Dios.