El Santo del día
20 de octubre
San Pedro de Alcántara
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Oración a San Pedro de Alcántara
Oh San Pedro de Alcántara, ermitaño y asceta, Tu vida de oración y penitencia, nos inquieta, En el desierto encontraste la meta, Unión con Dios, la dicha completa. Con humildes súplicas, a ti acudimos hoy, Tu ejemplo de santidad es nuestro faro y convoy, Intercede por nosotros con fervor y amor, Para seguir a Cristo con devoción sin fin, con ardor. San Pedro de Alcántara, modelo de virtud, Tu vida austera y santa nos da salud, Ruega por nosotros con solicitud, Para alcanzar la gracia y la plenitud.
Amén.
A pesar del cansancio producido por la larga jornada que lo traía de Coria, el padre Pedro de Alcántara no aflojaba el paso y embebido en la lectura, avanzaba hacia la localidad de Galisteo. Sin darse cuenta, llegó a la confluencia de los ríos Jerte y Alagón, volteó la página, continuó leyendo y a paso largo se adentró en el gigantesco cauce, que estaba reforzado por una de esas impredecibles crecientes invernales que hacían imposible su paso. Desde un promontorio en la otra orilla, un grupo de personas que esperaban a que descendiera el nivel del caudal, le gritaban que se detuviera, porque de lo contrario se ahogaría, pero el padre Alcántara sin percatarse de lo que ocurría siguió metido en su libro, caminando sobre las aguas ante la mirada angustiada de los curiosos y del pánico de su asistente que se quedó anclado en la ribera, mientras el santo llegaba a salvo y seco al otro lado y sin parar, prosiguió su camino. Al llegar al convento de Galisteo, el padre Pedro de Alcántara, se preguntaba preocupado, en dónde se habría quedado su compañero de viaje.
Juan de Garavito y Vilela de Sanabria (nacido en Alcántara, España, en 1499), era un niño reservado, dado a la oración desde muy pequeño y se apegó más a ella, cuando quedó huérfano a los siete años. Con ello se ganó el cariño de su padrastro, quien en 1511, lo envió a la Universidad de Salamanca, en donde se destacó en sus estudios de filosofía y derecho, pero durante unas vacaciones en 1515, impresionado por la adustez de dos frailes que pasaban por su casa, se fue tras ellos e ingresó –con 16 años–, al convento de los franciscanos de Majarretes y tomó el nombre de Pedro de Alcántara. De ahí en adelante desempeñó los oficios más humildes y por su aplicación al estudio, su inconcebible predisposición para la penitencia, la mortificación corporal, el ayuno y la precoz sabiduría de su prédica, fue ordenado sacerdote en 1524 y ratificado como superior del monasterio de Badajoz, cargo que ya desempeñaba desde 1521 y luego con las mismas funciones pasó a los conventos de Robledillo, Plasencia, Lapa y además fundó otros, entre los cuales, el más pequeño del mundo: El Palancar, que apenas tenía 30 metros cuadrados, incluida su capilla.
Al margen de sus incisivas predicaciones, sus sabias orientaciones como director espiritual (fue confesor de santa Teresa de Jesús e impulsor de su reforma carmelitana) y de su indiscutible sapiencia para regir los monasterios que abrió y los que estuvieron a su cargo, lo realmente conmovedor de san Pedro de Alcántara, era su heroico misticismo que lo llevó más allá de los límites de la naturaleza humana: sólo comía cada tres días pan negro seco con algunas hierbas amargas –a veces pasaba hasta una semana sin probar bocado–; apenas dormía acurrucado hora y media diaria en una celda en la que no cabía ni acostado ni de pie; Pedro de Alcántara podía resistir hasta ocho horas de rodillas orando y algunas veces dormitaba en esa posición apoyando la cabeza contra la pared. Como no tenía sino un tosco sayal, le tocaba desnudarse para lavarlo y aún escurriendo agua, se lo ponía de nuevo en medio de los inviernos más crudos; siempre iba descalzo y sin protección en la cabeza; Pedro de Alcántara se flagelaba dos veces al día y por eso siempre estaba lacerado; al verlo daba la impresión de estar frente a un ser de otro mundo cuyo rostro irradiaba luz y según santa Teresa de Jesús: “Su cuerpo era tan flaco, que más parecía hecho de raíces y cortezas de árbol, que de carne”.
Pero esa magra figura producía recogimiento, devoción, ternura y respeto. Más que un hombre de palabras, era un milagro viviente, porque por donde pasaba quedaban las huellas de sus prodigios: atravesaba los ríos caminando, sin darse cuenta; celebraba misas al descampado y aunque lloviera a cántaros, la multitud permanecía seca; creaba manantiales golpeando las rocas para calmar la sed propia o de varias regiones y con mirarlos o bendecirlos, se curaban los enfermos. Consumido por el amor de Nuestro Señor Jesucristo, el 18 de octubre de 1562, y como no podía ser de otra manera, murió de rodillas diciendo: “Qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor”.
Fue canonizado por el papa Clemente IX, en 1669. Por eso hoy, 20 de octubre, día de su festividad, pidámosle a san Pedro de Alcántara, que nos dé firmeza para sacrificar todo por amor a Dios.