El Santo del día
28 de mayo
San Felipe Neri
Oración a San Felipe Neri
Oh San Felipe Neri, santo de la alegría y de la caridad, te pedimos que intercedas por nosotros ante Dios, para que podamos encontrar la paz y la felicidad en nuestras vidas.
Ayúdanos a ser personas alegres, optimistas y siempre dispuestas a ayudar a los demás, como lo hiciste tú durante toda tu vida. Enséñanos a amar a Dios con todo nuestro corazón y a nuestros semejantes como a nosotros mismos.
Que tu ejemplo de humildad y caridad nos inspire a vivir una vida sencilla y desprendida de las cosas materiales, para poder concentrarnos en lo verdaderamente importante.
Oh San Felipe Neri, ruega por nosotros y danos tu bendición, para que podamos vivir siempre en la presencia de Dios.
Amén.
Cuando los compradores entraban al almacén a preguntar por telas, Felipe Neri, de 18 años, en vez de venderles, les inquiría sobre la última vez que comulgaron, si ya habían realizado la buena acción del día o si se sabían el padre nuestro; algunos salían enfadados y otros se quedaban embelesados escuchándolo hablar sobre el amor de Dios y aunque nadie le compraba, le decía a su tío, el dueño de la tienda, –cuando lo recriminaba–, que si ganaba un alma para Cristo, entonces habría hecho la mejor venta de su vida y resuelto a obtener dividendos celestiales, decidió dejar el negocio y sin más equipaje que su entusiasmo evangélico, se abandonó a la confianza del Padre y se encaminó a Roma. Al llegar a la Ciudad Eterna se encontró casualmente con Galeotto Caccia, un comerciante florentino amigo de su padre, quien le propuso que fuera el preceptor de sus hijos y a cambio le ofrecía un pequeño cuarto y una comida diaria. Como Felipe ayunaba todo el tiempo (escasamente se comía un pan y tomaba un poco de agua) le salió muy barato al dueño de casa.
Por la amistad que unía a su padre con los dominicos, Felipe Neri (nacido en Florencia, Italia, el 21 de julio de 1515), tuvo la oportunidad de realizar sus estudios básicos y religiosos en el Monasterio de San Marcos de Florencia; aunque tenía una clara vocación religiosa, quiso probar suerte –a instancias de su padre– en el comercio, pero el llamado de Dios fue más poderoso y por eso acudió a Roma. En los dos años siguientes se sumergió en la oración y la meditación; a continuación ingresó a la Sapienza –una de las universidades más prestigiosas de la ciudad– y adelantó estudios de filosofía y teología, los mismos que abandonó tres años después para lanzarse a predicar en las calles de la urbe. Roma en aquella época era una ciudad disoluta, porque apegada a los ideales estéticos, morales y filosóficos del Renacimiento, había perdido de vista a Dios.
En cuestión de semanas, gracias a su fino humor y a su incuestionable don de la palabra, los romanos quedaron prendados de Felipe Neri: las iglesias volvieron a llenarse y los curas tuvieron que multiplicarse para celebrar misas por exigencia del pueblo que seguía incondicionalmente al “Reevangelizador de Roma” –como ya lo llamaban– que organizaba (con la ayuda de la Hermandad del Pequeño Oratorio, fundada por él) peregrinaciones diarias, con miles de personas, por las siete iglesias más importantes de la urbe y que invariablemente terminaban con la contemplación del Santísimo, durante cuarenta horas. De allí nació esta devoción que hoy es muy popular en todo el mundo católico.
Por sugerencia de san Ignacio de Loyola, Felipe Neri se ordenó sacerdote a los 36 años, el 23 de mayo de 1551 y desde entonces, las filas para confesarse con él, llegaban al atrio. Sus risas sanadoras se oían en toda Roma y en una bolsa cargaba los milagros que repartía a manos llenas, pues dada su sencillez, cada vez que realizaba una curación la atribuía a unas reliquias que supuestamente contenía en la talega con la que tocaba a los enfermos y la cual –se comprobó después– estaba vacía.
Durante la elevación, Felipe Neri se quedaba extático, con la hostia en alto, tanto que los acólitos lo dejaban solo, volvían a las dos horas y todavía estaba en esa posición. Eso ocurrió justamente el 26 de mayo de 1595, cuando celebrando la eucaristía, Felipe Neri se quedó en ese estado de arrobamiento del que salió transfigurado y murió al cabo de un rato con una sonrisa plena. Fue canonizado por el papa Gregorio XV, en 1626 y su cuerpo permanece incorrupto en la iglesia de Santa María de la Vallicella, en Roma. Por eso hoy día de su festividad, pidámosle a san Felipe Neri que nos enseñe a seguir a Dios con alegría.