El Santo del día
25 de mayo
San Gregorio Vii, Papa

Oración a San Gregorio Vii, Papa
Oh San Gregorio VII, Papa y servidor fiel de la Iglesia Católica, te pedimos que intercedas por nosotros ante el Todopoderoso. Tú, que luchaste incansablemente por la justicia y la moralidad en la Iglesia, danos fuerza para seguir tu ejemplo y mantener nuestros valores cristianos. Que tu espíritu de liderazgo, coraje y determinación nos inspire en nuestros propios esfuerzos por hacer el bien y difundir la palabra de Dios. Que tu ejemplo de humildad y caridad nos guíe en nuestras relaciones con nuestros semejantes, y que tu amor por la verdad nos inspire a buscar la sabiduría y la comprensión en todas las cosas. Oh San Gregorio VII, Papa santo, escucha nuestras oraciones y ayúdanos en nuestras necesidades. Que siempre tengamos presente tu ejemplo de fe y servicio a Dios, y que nuestra devoción a ti nos ayude a crecer en nuestra propia fe y amor por nuestro prójimo.
Amen.
Como la excomunión de Enrique IV, liberaba a los nobles y al pueblo del Sacro Imperio Romano Germánico, de rendirle vasallaje y obediencia, el emperador –ante la inminencia de una rebelión que podría costarle su corona– se tuvo que tragar su orgullo y en compañía de su esposa, su hijo y apenas un criado, salió en peregrinación y después de atravesar los Alpes en medio de uno de los más crudos inviernos de esa época, llegó a principios del año 1077, a implorar el perdón del papa Gregorio VII, pero a pesar de que comparecía descalzo y vestía sayal de peregrino –en señal de arrepentimiento y penitencia– tuvo que soportar gélidas ráfagas y ventiscas, junto a la muralla del castillo de Canossa, hasta que al tercer día, por fin, lo recibió el sumo pontífice y tras postrarse ante él implorando su perdón, le fue levantado el anatema y ratificada su soberanía sobre los germánicos. Pero el taimado Enrique IV, solo buscaba ganar tiempo para afianzarse en el poder. Y lo obtuvo.
Hildebrando Aldobrandeschi (nacido en Toscana, en 1020), fue confiado desde muy pequeño, al cuidado de su tío materno el abad Lorenzo, que regentaba en Roma el monasterio de Santa María del Aventino; allí adelantó sus estudios, se ordenó sacerdote y absorbió la espiritualidad benedictina que tomó en cuenta el arcipreste de San Juan de la Puerta Latina, para convertirlo en su secretario. Ese mismo Juan Graciano –su mentor–, que adoptó el nombre de Gregorio VI tras ser elegido papa, lo retuvo en calidad de capellán personal y principal consejero, cargo en el que desplegó esa enorme capacidad administrativa, que fue su carta de presentación para que el nuevo pontífice, León IX, lo elevara al cardenalato y lo designara Administrador del Patrimonio de San Pedro. Al morir este papa, Hildebrando, que manejaba todos los hilos del poder en la curia, fue ratificado por su sucesor Nicolás II y continuó afirmando su férrea autoridad ya en su condición de archidiácono de la Iglesia romana y Canciller de la Sede Apostólica, durante el pontificado de Alejandro II, que falleció el 22 de abril de 1073. A Hildebrando –por ser el segundo de a bordo– le tocó presidir su funeral y en medio de la ceremonia, el pueblo y el clero lo proclamaron papa, y esta aclamación fue acogida y ratificada ese mismo día por los cardenales reunidos en conclave en la Iglesia de San Pedro Ad Vincula y aunque opuso resistencia, fue entronizado con el nombre de Gregorio VII.
Una vez acomodado en el trono pontificio, Gregorio VII se aplicó con rigurosidad a la tarea de depurar la Iglesia que se desmoronaba por culpa de los reyes y señores feudales, que arrogándose la potestad del papa, nombraban o vendían los cargos eclesiásticos (ese delito se llama simonía), para quedarse con las rentas de la Iglesia y manipular a los feligreses. Como era lógico, muchos de esos clérigos inescrupulosos, eran casados, tenían amantes y llevaban una vida lujuriosa. Al año siguiente, en 1074, en el concilio de Roma, Gregorio VII decretó el celibato obligatorio para los sacerdotes y oficializó la excomunión para quien asignara cargos eclesiásticos sin su consentimiento y naturalmente para aquellos que los aceptaran, lo que de paso implicaba que el pueblo era liberado de la obediencia a los soberanos –que incurrieran en tal práctica– y eximido de recibir sacramentos y asistir a misa.
Esto desató una virulenta ola de rebeliones en toda Europa y en esa lucha, Gregorio VII se mantuvo firme durante diez años, armado solamente de dignidad y autoridad moral, hasta que devolvió la Iglesia a su cauce. El único que no dio su brazo a torcer fue Enrique IV, al que tuvo que excomulgar de nuevo. Para sacarse esa incómoda espina, este emperador invadió a Roma, de la que tuvo que huir Gregorio VII y refugiarse en Salerno, en donde aislado pero con la satisfacción del deber cumplido, murió el 25 de mayo de 1085. Fue canonizado por el Papa Benedicto XIII, en 1725. Por eso hoy, día de su festividad, pidámosle a san Gregorio VII, que nos enseñe a defender la pureza de nuestra fe, con firmeza.