El Santo del día
13 de noviembre
San Diego
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Oración a San Diego
Oh glorioso San Diego, humilde servidor de Dios y ejemplo de santidad, te invocamos en busca de tu intercesión y ayuda. Tú, que viviste una vida de profunda devoción y servicio a los menos afortunados, ayúdanos a seguir tu ejemplo de amor y compasión. San Diego, patrón de los pobres y necesitados, ruega por nosotros para que podamos encontrar la fuerza y la generosidad para ayudar a aquellos que más lo necesitan. Ayúdanos a compartir lo que tenemos con los menos afortunados ya ser una luz de esperanza en sus vidas. San Diego, que encontraste la alegría en la simplicidad y la oración, enséñanos a valorar las cosas importantes de la vida ya buscar la paz en la comunión con Dios. Intercede por nosotros ante el Señor para que podamos vivir vidas de virtud y santidad. San Diego, te encomendamos nuestras preocupaciones y necesidades [mencionar aquí tus peticiones]. Ruega por nosotros y ayúdanos a encontrar la paz y la gracia de Dios en nuestras vidas.
Amén.
Ya había caído la tarde y el frío invernal calaba hasta los huesos, por eso el joven que había pedido posada en varias casas infructuosamente, continuó su camino y en la salida del pueblo, encontró junto a una vivienda humilde, un horno ladrillero y decidió acomodarse adentro para pasar la noche al abrigo del gélido viento, cerró la puertecilla y vencido por el cansancio, se durmió plácidamente. Al despuntar el sol, los operarios encendieron el fogón y minutos después se escucharon los alaridos del infeliz muchacho que se había quedado atrapado, porque la pequeña puerta, atorada, no cedía a su empuje y desde afuera los obreros confundidos intentaban rescatarlo pero la impotencia les estaba ganando la partida, pues ya había transcurrido un buen rato y los quejidos del adolescente eran cada vez más débiles. A alguien se le ocurrió llamar al portero del vecino monasterio franciscano, fray Diego, y el piadoso hermano lego de cuyos prodigios hablaba toda la comarca, acudió presuroso, se hincó de rodillas ante el fogón y comenzó a orar fervorosamente a la Santísima Virgen. Al cabo de unos minutos la rebelde puertecilla se abrió suavemente y del horno emergió el mozalbete, ileso, rozagante y ni siquiera tenía la ropa chamuscada.
De Diego de San Nicolás (nacido el 14 de noviembre de 1440, en San Nicolás del Puerto, cerca de Sevilla, España), no se tienen datos de su infancia, excepto, que procedía de una pobre familia campesina y desde muy joven vistió el sayal de anacoreta en la cercana ermita de san Nicolás de Bari; de allí pasó al monasterio de Albaida del Aljarafe, en Sevilla, en el que pulió su ascetismo, su devoción a la Santísima Virgen y a Jesús Crucificado, su disposición para el ayuno y las extenuantes jornadas de oración y penitencia. Sin embargo, no se sentía satisfecho y por eso cuando contaba 30 años, ingresó a la orden de los Frailes Menores de la Observancia Franciscana, en el monasterio de Arruzafa, cerca de Córdoba, en el que desempeñó los oficios de hortelano y portero, pero dada su humildad, obediencia y clara vocación misionera, fue enviado en 1441, al convento de Arrecife, en las Islas Canarias, en el que aún siendo portero, se distinguió por su capacidad evangelizadora entre los nativos, por su proverbial caridad para con los más pobres y su discernimiento espiritual, cualidades que le merecieron el respeto y el reconocimiento de sus superiores quienes no dudaron en nombrarlo prior del Monasterio de San Buenaventura, en Fuenteventura, a pesar de que era analfabeto y hermano lego, condición que le impedía ser sacerdote y detentar cargos administrativos. Desde allí partió hacia Roma, para asistir al jubileo del año 1450 y al llegar, encontró a la Ciudad Eterna presa de la peste, por lo cual se dedicó a sanar milagrosamente –en el hospital del convento de Ara Coeli, del que lo nombraron director para enfrentar la crisis– a sus compañeros infectados y a los contagiados de la calle.
De regreso a España, Diego transitó por varios conventos antes de recalar, en 1456, en el de Alcalá de Henares, en donde vivió los restantes siete años de su vida –como siempre–, en su condición de portero, labor en la que se sentía a sus anchas, porque así podía ayudar a todos los que tocaban a su puerta: los enfermos que sanaba untándoles aceite de la lámpara de la Santísima Virgen; los necesitados de consejo: obispos, sacerdotes, funcionarios de toda índole y categoría, incluido el rey Felipe II; a los indefensos en busca de protección y a los que no tenían techo. Y lo mejor de todo, era que Diego –sin ningún estorbo–, podía, ayunar, meditar y permanecer orando extensas jornadas, durante las cuales, se quedaba suspendido en el aire, especialmente en la capilla, ante Jesús Crucificado.
Aunque sus superiores deseaban aliviarlo de las obligaciones de la portería, debido a su frágil salud, san Diego, les pidió humildemente que lo dejaran allí, porque según él, en esa puerta estaba más cerca de Jesús al que veía en las caras de los desvalidos y allí lo sorprendió la muerte el 13 de noviembre de 1463. Fue canonizado por el papa Sixto V, en 1588. Por eso hoy, día de su festividad, pidámosle a san Diego, que nos enseñe a sentir en los oficios humildes, la presencia de Jesús.