El Santo del día
24 de octubre
San Antonio María Claret
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Oración a San Antonio María Claret
Oh San Antonio María Claret, pastor y misionero, Tu fervor y celo por las almas son verdaderos, En la Palabra de Dios encontraste tu sendero, Hoy acudimos a ti, con respeto sincero. Fundador y obispo, serviste con devoción, Difundiendo la fe por cada rincón, Intercede por nosotros ante el Señor, con pasión, Para seguir tu ejemplo de amor y misión. San Antonio María Claret, hombre de oración, Tu vida es un faro de luz y salvación, Ruega por nosotros con intercesión, Para que en nuestra fe, haya renovación.
Amén.
Ese día había sido particularmente duro en su sermón contra los terratenientes que explotaban sin contemplación a los esclavos en las calcinantes zafras de la isla de Cuba y los conminaba a reemplazar la dureza de su yugo –por la misericordia cristiana–, so pena de excomunión, amenaza que también extendía a los practicantes de las religiones africanas que disfrazaban a sus dioses paganos con nombres de santos y así confundían la fe de los católicos. Al culminar la Eucaristía, el arzobispo de Santiago de Cuba, Antonio María Claret, salió de la iglesia por entre los conmovidos fieles que lo aplaudían a rabiar por sus contundentes críticas. En el atrio, se dispuso a recibir el acostumbrado besamanos y un fornido mulato que aguardaba pacientemente su turno, al llegar ante el prelado, en lugar de inclinarse para besar su anillo, sacó una navaja de afeitar (barbera), y trató de rebanarle el cuello, pero como el arzobispo tenía la cabeza inclinada y se tapaba la boca con un pañuelo, la cuchillada le abrió una profunda herida que surcó su rostro de la frente al mentón, bajando por la mejilla izquierda y se extendió por el brazo. En medio de la confusión escapó el agresor y varios feligreses llevaron en andas al arzobispo Antonio María Claret a su casa, en donde los médicos, después de contener la hemorragia y hacerle la primera curación, salieron desmoralizados por la gravedad de su estado, mas el santo no perdió la compostura ni la fe, se encomendó fervorosamente a la Santísima Virgen y se durmió. Al día siguiente, que debían operarlo –cuenta san Antonio María Claret en su autobiografía–, la herida había cerrado, las glándulas salivales que le fueron rasgadas, estaban cicatrizadas y en el brazo lesionado, aparecía delineada por el filo del cuchillo, la Virgen de los Dolores, imagen que permaneció allí –como un tatuaje–, durante muchos años.
Antonio María Claret y Clarat (nacido el 23 de diciembre de 1807, en Sallent, España), creció aferrado a los libros y a la devoción mariana transmitida por Josefa, su piadosa madre; pero al cruzar el umbral de la adolescencia su padre aprovechó su aguda inteligencia y lo introdujo en el telar familiar, en el que muy pronto dominó los procesos de fabricación y estampación de las telas hasta convertirse en el maestro textil del taller y con ansias de perfeccionar sus técnicas se matriculó en la prestigiosa Escuela de Artes de Barcelona, en la que se destacó de tal forma que le llovieron ofertas de trabajo y propuestas para abrir su propio negocio, mas en el fondo de su corazón, latía el viejo anhelo de abrazar la vida religiosa y por eso a los 21 años abandonó su prometedora carrera y tomó la decisión de hacerse cartujo, eso sí, después de obtener la ordenación sacerdotal y para lograrlo ingresó al seminario de Vic; allí, adelantó con notas sobresalientes sus estudios de filosofía, teología y Sagradas Escrituras y por fin en 1835, a los 27 años, fue ungido sacerdote e intentó enclaustrarse como cartujo, pero a causa de una terrible tormenta no pudo llegar al monasterio de Montealegre.
Entonces retornó a Barcelona y fue enviado como coadjutor a la parroquia de su pueblo natal, Sallent, en donde desplegó una sorprendente capacidad oratoria que cautivó a sus coterráneos y atrajo la atención de los feligreses de toda la comarca –que acudían a escucharlo–, pero también la de los nuevos amos del poder que tras la muerte del rey Fernando VII, se apoderaron de los bienes de la Iglesia, quemaron conventos e inclusive mataron algunos clérigos, pero el padre Antonio María Claret continuó impertérrito su labor y como ardía en deseos de predicar en todas partes, pero la tenaz persecución que los religiosos sufrían en España se lo impedía, viajó a hacia Roma y en esa ciudad entró a la Compañía de Jesús, pero volvió a enfermarse y su superior le dio a entender que su misión estaba en España; entonces regresó y le asignaron la parroquia de Viladrau, en la que además de coadjutor, hizo las veces de médico y maestro.
En poco tiempo, Antonio María Claret transformó a Viladrau, en bastión de la Iglesia y su horizonte evangélico se redujo, en contraste con su ansia de esparcir la semilla de la Buena Nueva por todo el mundo. Esa oportunidad apareció providencialmente al recibir en 1841, el título de Misionero Apostólico que había solicitado durante su estancia en Roma, y libre de sus obligaciones, tomó su cayado, su breviario y a pie, por entre lodazales, climas tórridos y parajes peligrosos se dedicó a recorrer los caminos de Cataluña y por donde pasaba, dejaba una extensa estela de conversiones y milagros; entonces su fama de santo creció al compás de su celo apostólico y, así las cosas, la presencia de Antonio María Claret era reclamada en todas partes incluidas las Islas Canarias adonde viajó por invitación de su nuevo obispo, Buenaventura Codina, y en solo quince meses cambió la fisonomía religiosa de este archipiélago.
De regreso en 1849, fundó con otros cinco sacerdotes la congregación de los Misioneros del Inmaculado Corazón de María, pero cuando esa semilla apenas comenzaba a germinar, fue –a pesar de su tenaz oposición–, nombrado arzobispo de Santiago de Cuba, a finales de ese año y antes de partir, tuvo tiempo para crear la Orden de las Hijas del Inmaculado Corazón de María. En solo cinco años, le cambió la cara a la fe católica de la isla: erigió un seminario y obtuvo una sorprendente cosecha de sacerdotes; recorrió cuatro veces a pie y a caballo toda su arquidiócesis sin que se quedara por fuera ninguna parroquia ni poblado; abrió escuelas para los niños pobres; logró aliviar la terrible situación de los esclavos oprimidos por sus amos; combatió con denuedo las perniciosas influencias de las creencias africanas y por ello sufrió varios atentados de los que se salvó milagrosamente. En 1857, la reina Isabel II, lo escogió como su confesor, confidente, consejero y luego lo nombró presidente del Real Monasterio del Escorial, al que restauró y convirtió en la más prestigiosa y completa universidad católica de España, todo ello sin descuidar su razón de ser que era la predicación y por eso en los viajes con la reina, salía más gente a escucharlo a él, que a ver a la soberana.
Adelantado a su época, Antonio María Claret intuyó que la evangelización sería más efectiva mediante la divulgación del mensaje a través de libros y para el efecto escribió 81 opúsculos, 15 libros, entre los cuales El camino recto, el manual de piedad más leído del siglo XIX, y tradujo otros 27; fundó la Librería Religiosa y la Academia de San Miguel, en la que reunió a pensadores, literatos, pintores y periodistas, con los que se encargó de divulgar el pensamiento católico y lo consiguió con creces porque alcanzó a publicar más de dos millones ochocientos mil libros, otros dos millones de opúsculos y más de cuatro millones de hojas volantes, material que repartía gratuitamente y aún le quedaba tiempo para llevar una vida austera de oración, ayuno y meditación. Acosado por los enemigos de la reina –que la destronaron–, tuvo que refugiarse con ella en Francia en 1868; un año después a pesar de su precaria salud, asistió al Concilio Ecuménico Vaticano I, en el que se destacó por su fogosa defensa de la infalibilidad del papa y en el camino de regreso a París, lo sorprendió la muerte en el monasterio de Frontfroide, el 24 de octubre de 1870. Fue canonizado por el papa Pío XII, en 1950. Por eso hoy día de su festividad, pidámosle a san Antonio María Claret que nos conceda valentía para proclamar el evangelio.