El Santo del día
27 de mayo
San Agustín de Canterbury
Oración a San Agustín de Canterbury
Oh San Agustín de Canterbury,
Santo Patrón de Inglaterra,
Intercede por nosotros ante el Señor,
Y danos tu fuerza y tu amor.
Tú, que fuiste enviado por el Papa,
Para llevar la fe al pueblo de Bretaña,
Lucha por nosotros en nuestros problemas,
Y ayuda a nuestros corazones a encontrar serenidad.
Que tus palabras de amor y sabiduría,
Nos inspiren a seguir el camino de la verdad,
Que tu ejemplo de humildad y caridad,
Nos guíe hacia la vida eterna.
Oh San Agustín de Canterbury,
Santo de la Iglesia Católica,
Te pedimos que nos protejas,
Y nos ayudes a alcanzar la santidad.
Amén.
Como desconfiaban del obispo Agustín de Canterbury, los representantes de los monasterios de Gales (que refugiados allí, tras la invasión de los anglosajones, eran los representantes del último reducto católico que quedaba en las Islas Británicas y por su aislamiento se habían olvidado de la autoridad papal), aceptaron reunirse con él, pero en campo abierto. Cuando iba a comenzar la conferencia, se desató una furiosa tormenta y mientras los monjes trataban de guarecerse, el obispo se quedó orando en su sitio; de pronto levantó las manos y en voz alta ordenó al temporal que amainara y, al instante, se detuvo la lluvia y apareció un radiante sol. Aunque asombrados por el milagro se rehusaron a evangelizar bajo sus órdenes a los anglosajones arguyendo que no lo reconocían como legado del papa y máxima autoridad de la Iglesia en la isla. Entonces el obispo Agustín les vaticinó: “Como no queréis enseñar a los ingleses el camino de la vida, recibiréis de ellos el castigo de la muerte”. En efecto la profecía se cumplió pocos años después, cuando Etelfrido, rey de los Anglos del Norte, masacró a mil 200 monjes porque no le abrieron la puerta de su monasterio.
Agustín de Canterbury (nacido en el año 534, en Roma), fue educado y ordenado sacerdote en el monasterio de San Andrés de Roma, convento del que pocos meses después –gracias a su enérgica sabiduría y piedad–, ya era prior por encargo del fundador de la abadía, Gregorio I, al que la historia conoce como san Gregorio Magno. Este mismo papa, obsesionado por la evangelización de Inglaterra, lo envió a las Islas Británicas, y con un grupo de 39 misioneros, llegó a finales del año 596, a la costa inglesa, en la que fue recibido con alborozo y respeto por el rey de Kent, Etelberto, que (tal vez influenciado por su esposa la reina Berta, que era cristiana), le cedió su propio palacio sobre el que hoy se levanta la catedral de Canterbury –la más importante de Inglaterra– y le regaló los terrenos aledaños para construir la abadía. Al poco tiempo bautizó al soberano y el día de Navidad del 597, diez mil anglosajones –incluidos todos los nobles–, recibieron el agua bautismal. Ante tal avalancha de conversiones y sin los misioneros suficientes para completar su tarea, acudió entonces a los clérigos de Gales, pero como estos se negaron a secundarlo, le pidió refuerzos al papa, que le respondió con una legión de entusiastas predicadores y lo recompensó con el palio arzobispal y el cargo de Primado de Inglaterra.
Aconsejado por el papa Gregorio Magno, desarrolló la novedosa metodología –que aún hoy, es la base de todas las misiones– de no destruir los templos paganos, sino adecuarlos para la práctica católica, mimetizar las celebraciones de la Iglesia dentro de las fiestas idólatras sin interferir en ellas y respetar las costumbres de cada pueblo. Como la oleada de conversiones ya abarcaba buena parte del país, fundó las diócesis de Londres y Rochester, en las que nombró como obispos a sus mejores hombres: Justo y Melitón. En solo siete años, logró adoctrinar a buena parte de Inglaterra y establecer –para su debida atención– prelaturas a lo largo y ancho de las islas. Cuando ya los frutos estaban maduros, se cumplió aquello de que unos son los que siembran y otros los que cosechan, pues tras su muerte ocurrida el 26 de mayo del 605, su anhelo de catequizar totalmente a Inglaterra se cumplió con creces en menos de dos siglos. Por eso hoy día de su festividad, pidámosle a san Agustín de Canterbury, que nos dé paciencia para sembrar la palabra de Dios, aunque no alcancemos a saborear sus frutos.