El Santo del día
8 de noviembre
San Andrés Avelino
Oración a San Andrés Avelino
San Andrés Avelino, tu devoción a la Eucaristía y a la Virgen María nos inspira a profundizar nuestra relación contigo y con nuestra Madre Celestial. Te pedimos que nos ayudes a acercarnos a Dios a través de la oración y la reflexión, y a encontrar consuelo y fortaleza en los momentos de dificultad. Que, como San Andrés Avelino, podamos ser instrumentos de tu paz y tu amor en un mundo que a menudo está lleno de desafíos y sufrimiento. Que nuestra caridad y compasión sean un reflejo de tu amor inquebrantable por todos tus hijos. En este día, te agradecemos por el regalo de San Andrés Avelino y su influencia en nuestras vidas. Que su intercesión nos ayude a vivir con autenticidad nuestra fe y a acercarnos más a ti cada día. Te lo pedimos en el nombre de tu amado Hijo, Jesucristo.
Amén.
Aquellas damas de la nobleza cuyas conductas eran reprobables, que escandalizaban con su viudez, o que por alguna circunstancia no podían contraer matrimonios política o económicamente ventajosos, se convertían en un vergonzoso lastre para sus familias. Por eso sus padres las obligaban a vestir los hábitos religiosos, las confinaban de por vida en los conventos y mediante la entrega permanente de jugosas donaciones, les compraban una vida cómodamente laxa y discreta, protegida por el silencio cómplice de las superioras que parecían más celestinas que abadesas. En este sentido, el monasterio de Sant’Arcangelo a Baiano de Nápoles, se ganó a pulso la reputación de ser el refugio ideal de todas las aristócratas díscolas de Italia, pero llegó el momento en que los ecos de las fiestas y encuentros amorosos que allí se celebraban, trascendieron los muros y entonces el preocupado arzobispo de la ciudad, cardenal Scipione Rebiba, tomó cartas en el asunto en 1556 y encargó de su reforma al reputado sacerdote y abogado Lancelot Avelino, que una noche entró por sorpresa al convento y encontró a las dudosas monjas con sus amantes, a los que expulsó sin contemplación y a continuación promulgó un rígido reglamento que incluía clausura radical, ayuno y oración constantes, so pena de excomunión para quien infringiera las normas.
Tales medidas le granjearon la enemistad de los frustrados galanes y las ardientes profesas, quienes decidieron asesinarlo y para el efecto contrataron unos sicarios que después de acuchillarlo en la cara y la garganta, supusieron que estaba muerto y lo abandonaron en la calle de la que fue recogido y llevado a la Residencia de San Pablo, que los Clérigos Regulares –llamados Teatinos– poseían en Nápoles. En cuestión de horas sanó milagrosamente: las heridas se cerraron solas, las cicatrices desaparecieron y sin arredrarse, el temerario Lancelot Avelino logró la conversión de las monjas y transformó el claustro en ejemplo de vida monacal.
Lancelot Avelino (nacido en Castronuovo, Italia, en 1521), recibió una piadosa formación cristiana que luego complementó su tío el sacerdote Cesare Appella, que más adelante lo envió a Venecia en donde completó sus estudios de matemáticas, humanidades, literatura, música y filosofía. Dada su inclinación a la vida religiosa se preparó en teología y en 1545 fue ordenado sacerdote, pero con el deseo de ayudar a los más desamparados optó por especializarse en Derecho Canónico y Civil.
Tras doctorarse en leyes, se olvidó momentáneamente de su ministerio sacerdotal, entró al servicio del tribunal eclesiástico de Nápoles y comenzó a brillar como abogado. En una de sus disertaciones ante los jueces en defensa de un amigo suyo, Lancelot Avelino deslizó una mentira que exoneró de toda culpa a su cliente, pero esa noche mientras oraba y leía las Sagradas Escrituras le sacudió el corazón el versículo 11 del primer capítulo de Sabiduría que dice: “Una boca mentirosa da muerte al alma” e inmediatamente abandonó los estrados judiciales, se retiró a meditar y a orar y en esas circunstancias conoció al jesuita Diego Lainez, que le devolvió el amor a Jesús Crucificado a través de los conmovedores ejercicios espirituales de san Ignacio.
Por el empeño y celo apostólico que le imprimió a su ministerio, el arzobispo de Nápoles le encomendó la misión de reformar –de acuerdo con las disposiciones del Concilio de Trento– los relajados conventos de la ciudad y la severidad con la que encaró esa tarea por poco le cuesta la vida al padre Lancelot Avelino, pues del último atentado que le cometieron se salvó milagrosamente y durante su convalecencia en el monasterio de los Teatinos se convenció de que por voluntad divina era en esa orden de los Clérigos Regulares (que propendían por la santificación del sacerdocio), en la que debía permanecer, entonces ingresó a ella el 30 de noviembre de 1556 y cambió su nombre por el del apóstol Andrés.
Luego de cumplir el noviciado con brillantez y humildad su ejemplo fue aprovechado y se le encomendó la formación de los novicios, cargo que Andrés Avelino desempeñó por diez años pero alternaba estas funciones con su elocuente predicación, al mismo tiempo dictaba filosofía y teología en el seminario, más adelante fue superior de varias casas de la congregación y fundó otros conventos en Piacenza, ciudad en la que Andrés Avelino corrigió, de tal manera, las disipadas costumbres de sus habitantes, que los comerciantes, taberneros y regentes de casas de juego se quejaron ante el Duque de Parma, porque los estaba dejando sin trabajo y fueron tan convincentes los argumentos con los que se defendió, que la duquesa lo tomó como su confesor y lo nombró director espiritual de la casa ducal.
Abrió otro monasterio en Milán por solicitud del cardenal san Carlos Borromeo, de quien terminó siendo su asesor y confidente y aunque en varias ocasiones le ofrecieron el episcopado, Andrés Avelino no quiso aceptar por considerarse indigno de esa distinción. Durante la peste que asoló a esa ciudad en 1576, vació el granero de su convento para alimentar a los hambrientos que deambulaban por las calles y con abnegación Andrés Avelino cuidaba personalmente a los enfermos.
En 1582 retornó a Nápoles y de todas partes de Italia acudían a él, en busca de consejo, de sanación y dirección espiritual; permanecía en el confesionario buena parte del día, escribía sin desmayo (su obra, que fue compilada en siete volúmenes, es texto de consulta obligatoria para los Teatinos). Desgastado por su febril labor pastoral, san Andrés Avelino, murió a los 88 años en Nápoles, en el momento en que comenzaba a oficiar la santa misa, el 10 de noviembre de 1608. Fue canonizado por el papa Clemente XI, en 1712. Por eso hoy 8 de noviembre, día de su festividad, pidámosle a san Andrés Avelino, que nos ayude a decir siempre la verdad.