El Santo del día
21 de octubre
Santa Laura Montoya
Oración a Santa Laura Montoya
Oh Santa Laura Montoya, apóstol de los indígenas, Tu amor por los desfavorecidos es genuino y sincero, En tu labor misionera, fuiste valiente y tenaz, Hoy acudimos a ti con respeto y reverencia. Guiada por tu fe y compasión sin igual, Brillaste como faro en la oscuridad, sin igual, Intercede por nosotros, alma celestial, Para que sigamos tu ejemplo, con amor especial. Santa Laura Montoya, madre y maestra, En tu servicio a los más necesitados, fuiste pionera, Ruega por nosotros ante el Señor, intercesora, Para que sigamos tu camino con fe sincera.
Amén.
A medida que avanzaba la frágil canoa, el caudal del río Sucio aumentaba alimentado por la torrencial lluvia y no les daba tregua a los ateridos pasajeros que como marionetas eran zarandeados de orilla a orilla por la fuerza de la corriente. Por eso los avezados bogas trataban de mantener la endeble embarcación navegando junto a las riberas, pero los brazos de los árboles que se adentraban en el río, los obligaba a mantenerse agachados. Así continuaron río abajo a merced de la embravecida corriente. Sin perder la serenidad, la madre Laura Montoya, la hermana María de la Inmaculada, el padre Peña y el padre Elías, rezaban fervientemente y cuando ya oscurecía, al llegar adonde se juntaban el río Sucio y el Mutatá, lograron recalar en una ensenada en la que desembarcaron y como no había un lugar seco se resignaron a pasar la noche de pie con el agua a las rodillas, pero uno de los barqueros descubrió en un recodo cercano un peñasco semioculto de varios metros de altura, sobre el cual había un rancho abandonado –que según los baquianos–, habría sido levantado por recolectores de tagua y con mucha dificultad se refugiaron en él.
Rendidos por el cansancio y las emociones se durmieron todos, menos la madre Laura, que se quedó velando y orando. Al poco rato amainó la lluvia, pero no el fragor de la creciente y la santa, sentada al borde del peñón, extasiada, le daba gracias a Dios al distinguir en la penumbra cómo el impetuoso torrente arrastraba árboles descuajados y enormes rocas que pasaban a su lado rozando el providencial islote sin hacerle daño. Casi al amanecer, la madre Laura, por fin se durmió beatíficamente arrullada por el apocalíptico estruendo de la riada.
Cuando María Laura de Jesús Montoya Upegui (nacida el 26 de mayo de 1874, en Jericó, Antioquia), contaba dos años, su padre, el médico y comerciante Juan de la Cruz Montoya, murió en la guerra civil de 1876 y ese fue el comienzo del calvario de Laura Montoya, porque la familia quedó en la ruina luego de que le fueran confiscados todos sus bienes y por eso con su madre María Dolores Upegui y sus hermanos Carmelina y Juan de la Cruz, se refugiaron en la casa del abuelo materno en Amalfi, de la que se trasladaron a Donmatías y entre separaciones, hogares alternos y algunos estudios básicos, cumplió los 16 años y por sus propios méritos obtuvo una beca en la Escuela Normal de Institutoras de la que egresó en 1893, volvió a Amalfi como maestra y de allí pasó a Fredonia.
A continuación, dirigió el recién inaugurado Colegio de la Inmaculada de Medellín, el mismo que por intrigas contra ella fue cerrado en 1905 y aunque en los siguientes años deambuló por varias escuelas más, su hambre de Dios la consumía y lo buscaba día y noche a través de la oración, la penitencia, el ayuno y la mortificación corporal, preguntándose qué quería Él de ella, hasta que descubrió que su vocación era la evangelización de los indios y para lograrlo enfrentó, Laura Montoya, la férrea oposición de la ultraconservadora sociedad medellinense y de una parte del clero, que no aceptaba el hecho de que una mujer fuera capaz de lo que los sacerdotes misioneros ni siquiera habían intentado: ir a la selva, convivir y catequizar a los indígenas, lo cual Laura Montoya hizo realidad a partir de mayo de 1914, cuando fundó la Congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, y con cinco voluntarias –entre ellas, su madre–, comenzó su misión en Dabeiba.
De ahí en adelante empezó la cosecha de las renuentes almas aborígenes, que se rendían a los pies de Laura Montoya, por su dulzura, el respeto por sus tradiciones y costumbres y los prodigios que obraba a granel como la vez que gracias a sus oraciones –a petición del indio Juan de Jesús–, una nube de langostas que tenía asolada a Dabeiba desde hacía varios años, levantó el vuelo y desapareció misteriosamente de la región o cuando en pleno velorio recobró la vida Próspero Jumí, luego de que santa Laura orara por él.
Abierta esta trocha evangélica se metió por ella y estableció casas en las cercanías de todas las comunidades nativas, se aventuró por las selvas chocoanas, fundó casas en las montañas de Uré y a pesar de sus achaques mantuvo su vigor misionero hasta que sus piernas no le dieron más y quedó atada a una silla de ruedas los últimos 9 años de su vida, que aprovechó para afirmar su congregación y escribir más de 30 libros entre los que se destaca su biografía: Historia de la Misericordia de Dios en un alma. No obstante los sufrimientos causados por su enfermedad, santa Laura Montoya, murió con alegría el 21 de octubre de 1949 y dejó una obra ejemplar que ya abarca tres continentes en los que evangelizan 940 “lauritas”. Se convirtió en la primera santa colombiana, al ser canonizada por el papa Francisco en mayo de 2013. Por eso hoy, día de su festividad, pidámosle a santa Laura Montoya, que nos dé valentía para proclamar la verdad del evangelio.