El Santo del día
26 de septiembre
Santos Cosme y Damián
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Oración a los Santos Cosme y Damián
Santos Cosme y Damián, Hermanos y médicos de gran caridad, que dedicasteis vuestras vidas a sanar y cuidar, os pedimos que intercedáis por nosotros ante Dios. Danos la gracia de amar y cuidar a nuestros hermanos, inspíranos a servir con generosidad y compasión. Que en cada acto de ayuda podamos reflejar el amor divino, y en cada gesto de sanación, llevar esperanza a otros. Santos Cosme y Damián, modelos de entrega y servicio, nos ayudaron a ver a Cristo en los que sufren. Rogad por nosotros ante el Trono Divino, para que podamos seguir vuestro ejemplo y ser instrumentos de amor.
Amén.
Los médicos ya habían agotado todos sus recursos: ungüentos, pócimas, sangrías, emplastos, cauterizaciones y con ninguno de estos tratamientos se notaba la mejoría. Entonces los galenos, en última instancia, contemplaron la posibilidad de amputarle la pierna, pero el tozudo sacristán no lo aceptó por temor al indecible dolor que suponía esta extrema solución y resignado a su suerte, solo esperaba que la gangrena se detuviera milagrosamente, pero aunque la respuesta celestial tardaba en llegar continuaba empecinadamente orando entre gemidos y aullidos de dolor. Esa noche, agotadas sus esperanzas –según cuenta Jacobo della Vorágine, en su obra Leyenda áurea de la vida de los santos–, se dio por vencido y con la secreta ilusión de morirse dormido cayó en un profundo sueño en medio del cual se le aparecieron los santos médicos Cosme y Damián, que lo examinaron rigurosamente, luego sacaron su instrumental quirúrgico, procedieron a cercenar la pierna afectada, desaparecieron con ella y en cuestión de instantes retornaron con otra, la colocaron en su lugar y concluida la operación se esfumaron.
Por fin el sacristán pudo descansar como desde hacía mucho tiempo no lo lograba, y al despertar con una inexplicable sensación de alivio, levantó la cobija para mirar su pierna y se quedó estupefacto al comprobar que estaba sana pero era de color negro; intrigado, mandó a llamar a los médicos con el fin de que le explicaran lo ocurrido y estos, más sorprendidos aún, reconocieron la extremidad trasplantada como perteneciente a un negro etíope que ocupaba la cama vecina del sacristán y que ellos habían visto morir la noche anterior. Para corroborar su teoría, fueron adonde reposaba el cadáver –que sería enterrado esa tarde– y constataron que le faltaba una pierna, y la del sacristán, descansaba junto al cuerpo, dentro del mismo ataúd.
Los gemelos Cosme y Damián nacieron a mediados del siglo III en Arabia y como quedaron huérfanos a temprana edad, su piadosa madre se encargó de educarlos dentro de la más estricta devoción cristiana y por eso desde pequeños se distinguieron por su compasión hacia los enfermos abandonados, cuya deplorable situación se agravaba por la desidia de las autoridades y aunque buscaron ayuda, la indiferencia social pudo más; pero ellos no dieron su brazo a torcer: decididos a cambiar esa realidad, estudiaron medicina en Siria y se dedicaron a ejercerla gratuitamente en la población de Egea, en Cilicia.
En poco tiempo se convirtieron en los médicos más reconocidos de la comarca; a ellos acudían pacientes de todas partes quienes invariablemente recuperaban su salud de manera milagrosa y Cosme y Damián aprovechaban la coyuntura para catequizarlos, así lograron convertir a buena parte de los moradores de la región, pero su acción evangelizadora y su austero ejemplo de vida –que sus prosélitos imitaban incondicionalmente–, llegaron a oídos del gobernador romano de ese territorio, Licias, el mejor intérprete del odio visceral que por los cristianos sentía el cruel emperador Diocleciano, quien recientemente había promulgado un brutal edicto que concedía toda clase de sádicas licencias a sus sátrapas para torturar y matar a los seguidores de Cristo; y Licias, ni corto ni perezoso, en el año 287, mandó a detener a Cosme y Damián, los médicos que por su inocultable influencia sobre la comunidad cristiana eran, de hecho, la presa más apetecida y como ellos serían –para el resto de la población–, el escarmiento perfecto, puso en práctica –según el martirologio romano–, los más refinados suplicios: los lapidaron, pero los piedras no daban en el blanco; los asaetearon, pero las flechas se desviaban; los crucificaron, pero tuvieron que descolgarlos porque no daban muestras de cansancio ni dolor; los arrojaron al mar con pesadas piedras al cuello, pero no se hundieron; les prendieron fuego, pero las llamas no lamían sus cuerpos.
Dado que los espectadores maravillados ante estos prodigios se convertían en masa, el preocupado Licias –para quitarse el problema de encima–, los hizo decapitar, más en vez de zanjar la cuestión, propició la exaltación heroica de estos mártires que al poco tiempo ya eran venerados en todo el imperio, porque tras su muerte, los milagros obtenidos por la intercesión de los santos médicos, Cosme y Damián, se multiplicaron y hasta el mismo emperador Justiniano I –dos siglos después–, víctima de una epidemia de peste negra que se abatió sobre Bizancio, fue curado milagrosamente en el año 542, tras encomendarse a ellos y como agradecimiento, construyó dos templos en su honor y otro más en Panfilia. Más adelante alcanzaron tanta popularidad en Roma, que a los santos Cosme y Damián, les consagraron diez iglesias, en esa urbe. Por eso hoy, 26 de septiembre, día de su festividad, pidámosle a los santos Cosme y Damián, que nos enseñen a ser benignos y misericordiosos con los enfermos.