El Santo del día
28 de noviembre
Santa Catalina Labouré
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Oración a Santa Catalina Labouré
Oh Santa Catalina Labouré, elegida por la Virgen María para recibir revelaciones divinas y difundir la devoción a la Medalla Milagrosa, te honramos y te invocamos en este día. Tú que viviste una vida humilde y responde con obediencia a la llamada de la Madre de Dios, ruega por nosotros para que podamos abrir nuestros corazones a la gracia de la Medalla Milagrosa y la intercesión de María. Ayúdanos a ser instrumentos de la misericordia de Dios ya llevar consuelo y esperanza a aquellos en necesidad. Santa Catalina, ruega por nosotros y alcánzanos la gracia de vivir con humildad y fe en la presencia y el amor de María.
Amén.
Esa noche del 18 de julio de 1830, su deseo de ver a la Santísima Virgen se le hizo más apremiante que de costumbre y meditando sobre cómo serían su rostro, su sonrisa y su figura, la venció el sueño. A medianoche, mientras las demás novicias reposaban dentro de los toldos que colmaban el extenso salón, el suyo comenzó a abanicarse suavemente y aunque la tímida brisa la despertó, volvió a cerrar sus ojos pero no tuvo tiempo de conciliar el sueño, porque una voz infantil la llamó varias veces por su nombre y la hermana Catalina Labouré se incorporó, apartó la cortina y en medio de la penumbra distinguió junto a su camastro a un niño que susurrando le dijo: “Levántate pronto y ven a la capilla que la Santísima Virgen te espera”. A pesar de que vaciló en principio, el mensajero le dijo que no tuviera temor porque sus hermanas dormían profundamente y no notarían su ausencia; entonces de puntillas siguió al infante a cuyo paso se iban encendiendo los faroles del pasillo y al llegar, el guía, tocó sutilmente la puerta –que estaba cerrada con llave– e inmediatamente se abrió de par en par y el interior de la ermita, profusamente iluminado, parecía listo para la misa de gallo. Sorprendida y sobrecogida, la hermana Catalina Labouré se arrodilló junto al presbiterio; unos instantes después, la sacó de su marasmo el roce de un vestido de seda y al mirar de dónde provenía el sonido, vio a la Santísima Virgen que avanzó con paso majestuoso y ocupó la silla sacerdotal e invitó a la novicia a postrarse junto a ella y a posar las manos sobre sus rodillas. La Madre de Dios, le dio consejos, vaticinó las desgracias que se abatirían sobre Francia en los años siguientes (predicciones que se cumplieron al pie de la letra) y le notificó la misión que le tenía reservada, por la cual sufriría en silencio, pero al final recibiría su recompensa. Al cabo de dos horas, la Santísima Virgen le tomó las manos, la miró dulcemente y luego se desvaneció ante sus ojos.
Catalina Labouré (nacida en Fein-le Moutiers, Francia, el 2 de mayo de 1806), aunque era una de las menores de la familia, al morir su madre cuando ella contaba nueve años, debió asumir el rol de ama de casa (lavar, planchar, cocinar), atender a su padre y a sus ocho hermanos, además de cuidar los animales de la granja y le alcanzaba el tiempo para ayudar a los pobres y vivir extensas jornadas de oración que intensificó cuando su hermana María Luisa ingresó a la comunidad de las Hijas de la Caridad y como su padre le impidió seguir ese ejemplo (porque confiaba en obtener para ella un matrimonio ventajoso), esperó con paciencia su oportunidad. Entretanto aprendió a leer y a escribir, redobló su labor con los desvalidos, hecho que reforzó su determinación y por fin a los 24 años, en abril de 1830, Catalina Labouré fue admitida en la misma congregación de las Hijas de la Caridad, en la que después de culminar su noviciado, asumió abnegadamente los oficios más humildes sin restarle tiempo a su verdadera devoción que era la atención de los ancianos y enfermos.
Tres meses después de pronunciar sus votos, Catalina Labouré fue citada a la capilla en donde sostuvo un tierno coloquio de dos horas con la Santísima Virgen, que la volvió a visitar el 27 de noviembre de ese mismo año: vestida con túnica y manto blancos, apoyada sobre un semiglobo terráqueo, pisando a la serpiente, mientras extendía sus manos y de ellas salían haces luminosos que apuntaban hacia la tierra y poco a poco se fue formando alrededor de la madona un óvalo dentro del cual apareció la frase: “Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros, que acudimos a ti”. Al tiempo que se perfilaba el mensaje, la Santísima Virgen le pidió a Catalina Labouré que hiciera acuñar una medalla fiel a la escena que acababa de presenciar y le prometió que quienes la llevaran recibirían “grandes gracias”. Luego girando sobre sí misma su figura se fue esfumando y en su lugar emergieron doce estrellas alrededor de todo el óvalo, en el centro asomó la letra “M” de la que brotó una cruz y en la parte inferior se dibujaron el corazón de Jesús coronado por una diadema de espinas y el de la Santísima Virgen, con una espada atravesada.
Cuando terminó la visión, Catalina Labouré le comunicó el mensaje y la petición de la Virgen a su director espiritual Juan María Aladel, que aunque al principio no le creyó, al cabo de dos años le notificó al obispo lo ocurrido y el prelado ordenó que fueran acuñadas dos mil medallas, las mismas que muy pronto se agotaron y a partir de ese momento tuvieron que troquelarse cientos de miles porque se volvieron muy populares debido a las mercedes otorgadas y así se difundió la devoción de la Medalla de la Inmaculada (así fue llamada en principio, pero los devotos impusieron el nombre que hoy ostenta: La Medalla Milagrosa) y en cuestión de pocos años, esta advocación se tomó todo el mundo aunque persistía el misterio de su origen, pues Catalina Labouré permaneció en su mutismo, continuó su vida de oración, servicio y desempeñando durante 46 años sus humildes oficios como de costumbre, sin contarle sus experiencias místicas a nadie.
Sin embargo como la apremiaban las enfermedades propias de la vejez, le daba vueltas a la parte final de su promesa –hecha a la Madre de Dios–, que consistía en la erección de un altar en honor de la Medalla Milagrosa, sin que se sospechara de su intervención. Entonces la Santísima Virgen le dio permiso de contarle toda la verdad a su superiora del convento de las Hermanas de la Caridad y la abadesa cumplió su anhelo y le hizo justicia a su nombre. El 31 de diciembre de 1876, seis meses después de que el mundo se enterara de lo ocurrido, santa Catalina Labouré, falleció en olor de santidad en el mismo monasterio de la Rue Du Bac, en donde la Virgen le habló y del que nunca salió. Fue canonizada por el papa Pío XII, en 1947. Por eso hoy, 28 de noviembre, día de su festividad, démosle gracias a santa Catalina Labouré, por dejarnos como herencia la Medalla Milagrosa, que es la viva expresión de la misericordia de la Santísima Virgen.