El Santo del día
22 de enero
San Vicente, Diácono y Mártir
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Oración a San Vicente, Diácono y Mártir
San Vicente, diácono y mártir, ejemplo de fe y entrega, Tu valentía ante la persecución, testimonio de amor, En el martirio, mostraste firmeza sin reserva, Tu devoción a Cristo, un faro en lo más oscuro. Elegido para servir, fuiste ejemplo de caridad, En tu labor con los necesitados, amor sin igual, Tu fe en Cristo, firme como roca en tempestad, Modelo de entrega y servicio en el altar. Ofrendaste tu vida, fiel a tu fe y vocación, Soportaste tormentos por el amor a tu Señor, Tu legado de fe nos guía con devoción, En el servicio y entrega, un verdadero honor. San Vicente, tu martirio sigue siendo luz, Intercede por nosotros, en nuestro caminar, Que en la fe y el servicio encontremos la cruz, Siguiendo tu ejemplo, con amor sin cesar.
Amén.
A pesar de estar recostado sobre un lecho de piedras puntiagudas, con sus pies atrapados en agobiantes cepos, su cuerpo descoyuntado, flagelado, desgarrado, en carne viva y con severas, quemaduras, las exultantes alabanzas a Dios, que entonaba la voz estentórea del diácono Vicente, rompían la espesa oscuridad, el silencio opresivo y la fetidez de la sórdida mazmorra en la que por venganza lo había confinado su torturador, el airado prefecto Daciano, a quien había humillado al decirle: “Te engañas, hombre cruel, si crees afligirme al destrozar mi cuerpo. Hay dentro de mí un ser libre y sereno que nadie puede violar. Tú intentas destruir un vaso de arcilla, destinado a romperse, pero en vano te esforzarás por tocar lo que está dentro, que sólo está sujeto a Dios”, y justamente esa respuesta que recordaba en la negrura de su celda, le daba más fuerzas, confianza y alegría para seguir cantando salmos y glorificando a Dios con fruición.
Cuando más embebido se encontraba en sus cánticos, un coro de ángeles comenzó a acompañarlo en sus canciones y poco a poco se fue inundando de luz el lóbrego calabozo, las cortantes lajas se transformaron en suaves y olorosos pétalos que mitigaron sus tormentos y las melodías angelicales se convirtieron en un anticipo de la gloria celestial que Nuestro Señor Jesucristo le reservaba como premio a su fidelidad. Al enterarse Daciano de lo que estaba sucediendo, ordenó –para que se recuperara con el fin de que resistiera la próxima tanda de refinados suplicios–, que lo trasladaran a una habitación cómoda, pero una vez instalado en una mullida cama, el diácono Vicente murió en la paz del Señor.
Vicente (nacido en Huesca a finales del siglo III), era el primogénito de un alto funcionario del imperio romano, que lo tenía destinado a la política, pero su piadosa madre le confió su formación al obispo de Zaragoza, Valerio, quien estimuló su vocación religiosa con emotivos relatos sobre las vidas de los mártires, luego lo orientó en el estudio de las Sagradas Escrituras y una vez preparado le confirió el diaconado. Por su liderazgo, pulcritud, humildad y piedad, el obispo Valerio –que era tartamudo–, le confió la delicada misión de predicar en su lugar, labor con la que se ganó el corazón de los feligreses y muchos paganos seducidos por su fogosa elocuencia abrazaron la fe cristiana.
Como su labor ponía en peligro el culto romano centrado en la figura de Diocleciano, que se había declarado dios y dado que los cristianos se negaban a ofrecerle sacrificios, este emperador desató una feroz persecución contra ellos y para hacerla efectiva, envió al cruel Daciano, quien al llegar, enfiló su furia contra el obispo Valerio y su arcediano Vicente, que eran las cabezas visibles de los cristianos de Zaragoza, con la creencia de que si los vencía, los demás se acobardarían y renunciarían a su fe, pero se equivocó de medio a medio.
Como el obispo Valerio y el diácono Vicente eran muy respetados y queridos por todos los habitantes de Zaragoza, Daciano, en previsión de una posible revuelta por su captura, los hizo caminar descalzos hasta Valencia, sin concederles descanso, ni darles agua o alimento alguno y en las afueras de la ciudad se detuvo la caravana en un hostal en cuyo patio permanecieron atados a un poste toda la noche y al día siguiente fueron llevados ante el cruel prefecto que trató de seducirlos con honores y dinero, pero Vicente que hablaba en nombre de Valerio, le dijo: “No creemos en vuestros dioses. Sólo existen Cristo y el Padre, que son un solo Dios. Nosotros somos siervos suyos y testigos de esa verdad. Arráncame, si puedes, esta fe”. Entonces Daciano, al ver que el anciano prelado no representaba peligro, lo desterró y ordenó que a Vicente se le aplicaran los más variados suplicios comenzando por atarlo de manos y pies a cuerdas independientes de las que lo halaron en distintas direcciones hasta descoyuntarlo, pero como él no cesaba de alabar a Dios, le desgarraron el cuerpo con garfios de hierro y a pesar de ello seguía dando gracias al Señor, entonces lo colocaron sobre una parrilla al rojo vivo y encima le pusieron una plancha ardiente y aún en esas circunstancias extremas continuaba glorificando a Nuestro Señor Jesucristo. En vista de su obstinación y resistencia, decidió enviarlo a la mazmorra más tenebrosa de la prisión porque albergaba la esperanza de que la oscuridad, la fetidez, el silencio y el aislamiento doblegaran su altiva fe y esa misma noche, el cortejo de ángeles que lo visitó en su sórdida celda le abrió las puertas del cielo y no murió por las torturas, sino de alegría, el 22 de enero del año 304. Por eso hoy, día de su festividad, pidámosle a san Vicente (diácono y mártir), que no nos deje acobardar cuando tengamos que defender el nombre de Nuestro Señor Jesucristo.