El Santo del día
15 de enero
San Pablo, Primer Ermitaño
Oración a San Pablo, Primer Ermitaño
Oh Dios, que guiaste a San Pablo, el primer ermitaño, al desierto para buscar una vida de oración y soledad, te pedimos que nos concedas la gracia de encontrar momentos de silencio y contemplación en medio de nuestras ocupaciones diarias. San Pablo, ejemplo de vida austera y dedicada a la comunión con Dios, ruega por nosotros para que podamos descubrir la importancia de apartarnos del bullicio del mundo para buscar un encuentro más íntimo contigo. Concede, oh Señor, por la intercesión de San Pablo, que en la soledad y el recogimiento podamos escuchar tu voz, fortalecer nuestra fe y renovar nuestro espíritu para ser mejores servidores de tu voluntad. Que su valiosa lección de renuncia y búsqueda constante de tu presencia nos inspire a cultivar la vida interior y a buscar siempre el camino hacia Ti, nuestro refugio y fortaleza. San Pablo, primer ermitaño, ruega por nosotros.
Amén.
Aunque Pablo Ermitaño se sentía feliz al intuir que pronto se reuniría con el Padre Celestial (su único amigo de toda la vida), deploraba el hecho de que ya no podría compartir su entrañable experiencia mística con quienes buscaban ávidamente al Señor en la soledad del desierto, porque en los últimos 90 años de su existencia no había tenido contacto con ser humano alguno, pero su tribulación no quedó en el vacío, pues al mismo tiempo, san Antonio Abad, que también llevaba muchos años sin ver a nadie en otro rincón del mismo erial (acuciado por la curiosidad y un poco de vanidad), se preguntaba desde hacía varios días, si él, sería el único eremita de esos lares o por lo menos el más sabio y antiguo.
Así las cosas, Dios, que conocía la aflicción de Pablo Ermitaño, aprovechó la coyuntura y le dijo en sueños a san Antonio Abad, que en efecto existía otro anacoreta más sapiente y longevo que lo esperaba en su gruta. Entonces, este monje emprendió el camino y cuando ya estaba a punto de tirar la toalla –tras varias semanas de búsqueda inútil–, llegó a las estribaciones de una calcinante montaña; en ese momento una extraña zorra atravesó raudamente ante él, se perdió por entre unas rocas cercanas y como la raposa no volvió a salir, lo interpretó como una señal divina; por lo tanto decidió indagar y se encontró una gruta, se acercó a la entrada, preguntó si había alguien y por respuesta escuchó cuando la cerraban con una piedra, pero san Antonio Abad no se amilanó y llamó varias veces hasta que desde adentro fue removida la roca y emergió con la fragilidad de sus 113 años, la macilenta y temerosa figura de Pablo Ermitaño. Al instante, sin conocerse, se reconocieron y –cuenta su biógrafo, san Jerónimo– se llamaron por sus nombres, se abrazaron, oraron juntos, compartieron sus experiencias espirituales y la hogaza de pan que les trajo un diligente y manso cuervo.
Pablo Tebano (nacido en Tebaida, Egipto, en el año 228), pertenecía a una acaudalada familia de la que recibió una sólida educación humanística y cristiana. Al morir sus padres, cuando contaba 14 años, heredó una cuantiosa fortuna que compartía con su hermana mayor, esposa de un alto funcionario del imperio romano, que a la sazón dominaba a Egipto, hasta que su cuñado aguijoneado por la codicia aprovechó que –en el año 250–, el emperador Decio decretó una tenaz persecución contra los cristianos a los que condenaba a muerte y como autorizaba que los bienes de los acusados pasaran a manos de los delatores, el marido de su hermana lo denunció con el fin de apoderarse de su patrimonio; entonces Pablo, decidió alejarse de la ciudad para capear el vendaval anticristiano, que afortunadamente amainó con la muerte del cruel monarca; ello le permitió retornar y disfrutar de un poco de paz durante algún tiempo, pero esa pausa se vio alterada con el cambio de actitud de Valeriano –sucesor de Decio–, quien en principio respetó la libertad de cultos, pero en el año 257, reanudó la cacería de cristianos y Pablo, espoleado por la ambición de su cuñado, emprendió la huida hacia el desierto del que nunca más regresó porque en medio de esa desmesurada soledad entabló un entrañable diálogo permanente con Dios, su único interlocutor durante 90 años y en ese lapso –por orden divina–, lo alimentó un diligente y puntual cuervo que lo proveía diariamente de media hogaza de pan y tenía a su disposición un hilo de agua que saltaba de una roca en el interior de su gruta, del que tomaba un sorbo diario.
Esa magra dieta la complementaba con oración constante y recias mortificaciones corporales que nunca afectaron su salud y aunque Pablo Ermitaño ya era centenario cuando llegó a su cueva, san Antonio Abad (que ya contaba 90 años), tuvo lucidez y arrestos para legarle sus conocimientos espirituales; tras varios días de provechoso intercambio místico, Pablo Ermitaño le comunicó que moriría pronto y le pidió que su cadáver fuera envuelto en el manto de san Atanasio. Entonces san Antonio Abad salió apuradamente a cumplir con el encargo y al regresar con la túnica (que le había regalado el obispo de Alejandría, su posterior biógrafo), encontró muerto a Pablo Ermitaño, al que enterró –según el relato de san Jerónimo– a principios del año 341, con la ayuda de dos leones mansos que cavaron la fosa con sus garras. Por eso hoy, 15 de enero, día de su festividad, pidámosle a san Pablo Ermitaño, que nos enseñe a escuchar a Dios en nuestro desierto espiritual.