El Santo del día
19 de septiembre
San Jenaro
Oración a San Jenaro
San Jenaro, Mártir valiente y testigo de la fe, que enfrentaste la adversidad con coraje, te pedimos que intercedas por nosotros ante Dios. Danos la fuerza para enfrentar las pruebas con esperanza, inspíranos a mantener nuestra fe en todo momento. Que en cada dificultad encontremos la oportunidad de crecer, y en cada temor, confiemos en el amor divino. San Jenaro, patrón de Nápoles y protector en situaciones difíciles, ayúdanos a perseverar en la fe ya confiar en la providencia de Dios. Ruega por nosotros ante el Trono Celestial, para que podamos seguir tu ejemplo de fidelidad y valentía.
Amén.
Aunque los rugidos aumentaban de volumen, los habitantes de Nápoles acostumbrados a las amenazas del caprichoso Vesubio, se acostaron sin sobresaltos esa noche del año 1631, pero en la madrugada los bramidos del volcán los despertó y todos abandonaron sus casas mientras el gigante vomitaba fuego y arrojaba al espacio espesas columnas de ceniza y humo que se engulleron el amanecer y tendieron un denso manto de oscuridad, rasgado solamente por los destellos de las periódicas lenguas de fuego que se asomaban por el cráter, atizadas por el gigantesco fuelle de la ira de Dios y reforzadas con la constante trepidación de la tierra que no les daba tregua a los aterrorizados y erráticos pobladores que iban y venían como un cardumen desorientado. A medida que avanzaba el tiempo, la situación empeoraba: los muertos aumentaban, la gente intentaba salir de Nápoles pero no había por dónde ni hacia dónde. En esas, los sorprendió el tercer día sin que el volcán diera muestras de apaciguarse. Como último recurso, el obispo encabezó una peregrinación a la tumba de san Jenaro, ordenó que fuera sacado en andas y a medida que la procesión avanzaba, más habitantes se unían al cortejo hasta conformar un colectivo gigantesco cuyas oraciones y cánticos ahogaron el estruendo del temible volcán que poco a poco se fue apagando. Antes de que irrumpiera la noche volvió la calma a Nápoles y el pueblo pudo conciliar el sueño bajo el manto protector de san Jenaro, su santo patrono.
Aunque de Jenaro (nacido en Nápoles, más o menos en el año 272), se conoce poco, se sabe que desde su adolescencia comenzó su formación religiosa, se destacó en los estudios de filosofía, teología y Sagradas Escrituras y al completar su preparación, recibió la ordenación sacerdotal y dada su piedad, liderazgo y elocuencia, en poco tiempo fue reclamado como obispo de Benevento, dignidad a la que accedió no sin resistencia; una vez consagrado episcopalmente, se dedicó a evangelizar con denuedo a pesar de que los intermitentes y virulentos hostigamientos de las autoridades contra los seguidores de Cristo, sembraban dudas en los catecúmenos, pero el obispo Jenaro, las disipaba con su vigoroso ejemplo y así la cosecha de conversiones aumentó considerablemente.
Por esta razón las autoridades romanas le pusieron la mira y la oportunidad de neutralizarlo se presentó en el año 305, cuando el emperador Diocleciano emprendió la más cruenta persecución de la historia contra los cristianos. Aún así, el obispo Jenaro no se arredró: siempre estaba animando a los fieles para confesar con entereza su fe e iba de prisión en prisión consolando a los acusados y a los condenados y esa acción intrépida, fue suficiente para que lo capturaran en la cárcel de Pozzuoli, en la que estaba visitando al diácono Sosso y a sus cuatro compañeros que esperaban el turno para ser lanzarlos a las fauces de los leones en el anfiteatro. El obispo Jenaro resistió todos los vejámenes y torturas a las que fue sometido sin abjurar de su fe, entonces también fue a parar al centro de la arena, mas las fieras se negaron a atacarlo y se echaron mansamente a su alrededor; como la turba enardecida exigía su muerte, fue decapitado. Y cuenta la tradición que una piadosa mujer recogió su cabeza y en un pequeño recipiente guardó un poco de la sangre del prelado.
Tras su muerte, Jenaro se convirtió en el mártir más popular del sur de Italia y con el correr del tiempo su devoción se extendió; peregrinos de todo el país acudían a su tumba y a venerar la sangre recogida por la piadosa mujer. En la medida en que por su intercesión la ciudad pudo salir indemne de varios desastres, los napolitanos espontáneamente lo aclamaron como su santo patrón y le construyeron una capilla dentro de la Catedral, en la que se exhibe un busto de san Jenaro, con una máscara de plata dentro de la cual se encuentra el cráneo del santo y su sangre que permanece en estado sólido en la redoma que la contiene, se licua tres veces cada año (desde hace 4 siglos, especialmente el 19 de septiembre, día en el que murió san Jenaro), en presencia de los feligreses: en algunas ocasiones burbujea y adquiere un tono carmesí, otras veces tiende al color marrón y su volumen y peso son variables sin que exista proporción alguna entre ellos.
El paso de la sangre de sólido a líquido puede darse en cuestión de minutos o tardar varias horas y al completarse el milagro –la sangre a veces permanece líquida, hasta siete días–, el clero, las autoridades de Nápoles y los feligreses agradecen el prodigio con un solemne Te Deum, pues ello significa que todo irá viento en popa en la ciudad, mas cuando el fenómeno no se da, es porque se avecina –según la tradición–, una desgracia para los napolitanos y aunque reconocidos científicos de todo el mundo –equipados con herramientas de altísima tecnología–, han adelantado muchas investigaciones para explicar racionalmente las causas de esta licuefacción, todos los informes finales coinciden en afirmar que es un evento sobrenatural. Por eso, hoy 19 de septiembre, día de su festividad, pidámosle a san Jenaro, que nos dé fuerzas para defender con entereza el nombre de Cristo.