El Santo del día
30 de enero
San Fulgencio de Ruspe
Oración a San Fulgencio de Ruspe
Oh San Fulgencio de Ruspe, pastor y maestro fiel, Defensor de la fe en tiempos de incertidumbre, Con valentía y sabiduría, anunciaste el Evangelio con celo, Enseñaste con amor y paciencia, guiando hacia la luz y la lumbre. En la lucha por la verdad, te mantuviste firme y valiente, Predicando la doctrina con convicción y fervor, Tu vida consagrada, un faro resplandeciente, Guiaste a las almas hacia Dios, con gracia y honor. Oh San Fulgencio, ejemplo de amor por la verdad, Intercede por nosotros en nuestra búsqueda de luz, Que sigamos tu ejemplo en nuestra senda espiritual, Encontrando en Cristo la paz, la guía, y la virtud. Que tu legado perdure, oh santo de gran valía, Inspira a las generaciones con tu enseñanza y ardor, Que en la fe y la verdad encontremos cada día, Siguiendo tu ejemplo, en amor y fervor.
Amén.
Perseguido por las tribus númidas que habían invadido buena parte del norte de África en el año 499, el abad Fulgencio huyó hacia un enclave del imperio romano llamado Sicca Veneria, en donde supuso que estaría a salvo, pero el sacerdote arriano, que dominaba la ciudad, lo apresó y ordenó que lo torturaran para que se retractara públicamente de su fe católica. Durante varios días el abad Fulgencio fue sometido a diversos suplicios sin que lograran su abjuración, hasta que ya no pudo resistir más y pidió que lo escucharan; en vez de renegar de sus creencias, el elocuente monje hizo un pormenorizado relato de sus experiencias evangélicas y de cómo en todas partes los fieles proclamaban que Jesucristo era Dios y no una criatura hecha por el Padre, como sostenían los arrianos. Al ver que –según sus torturadores–, Fulgencio, pretendía ganar tiempo, pusieron a prueba la valentía del reo con los más refinados castigos y cuando estaba a punto de morir, intervino el obispo de esa jurisdicción, quien a pesar de que también era arriano, estaba impresionado por la crueldad del clérigo responsable de esa vesania e inmediatamente decretó su liberación, le abrió proceso al malvado religioso y le pidió a Fulgencio que actuara como acusador, pero éste se negó a hacerlo arguyendo que un cristiano no puede vengarse de su prójimo y por el contrario debe perdonarlo y acogerlo como hermano en Cristo. A continuación fue adonde estaba su enemigo lo abrazó y le solicitó al prelado que lo dejara en libertad y lo reintegrara a sus labores. Con ese ejemplo de misericordia, los dos arrianos se arrepintieron y volvieron al seno de la Iglesia católica.
Fabius Claudius Gordianus Fulgentius (nacido en Telepte, actual Túnez, en el 468), quedó huérfano cuando aún era muy pequeño y Mariana su madre, viuda de un prestigioso senador cartaginés, usó sus influencias para darle a su hijo una esmerada educación –consecuente con su origen noble–, que sumada a su notable inteligencia y al dominio del griego y el latín, le permitió escalar de tal forma en el intrincado aparato estatal, que con apenas veinte años fue nombrado procurador y tesorero de la ciudad de Bizacena (que en esa época era después de Cartago la segunda ciudad más importante del imperio romano, en África), pero desencantado de las intrigas, del lujo y la vida disipada de la corte provincial e influido por los escritos de san Agustín, abandonó el mundo y pidió su ingreso en un monasterio cercano, mas su abad, Fausto, le dijo: “¿Crees acaso que es tan fácil el paso de una vida cómoda como la tuya, a una vida de severo ayuno y pobre vestido como la nuestra? ¿Cómo podrías acostumbrarte a nuestras vigilias y penitencias?” Entonces Fulgencio le respondió humildemente: “Aquel que me ha llamado a servirle me dará también la fuerza y el valor necesarios para hacerlo”. Tal respuesta le abrió las puertas a la santidad.
Al conocer la decisión de Fulgencio, su madre se apostó en la puerta del monasterio y exigió que le fuera devuelto su hijo. A raíz de la presión de su progenitora, él huyó hacia otro convento en el que –sin recibir aún las órdenes sagradas–, fue elegido abad y su ejemplar administración sirvió de preámbulo para crear otro cenobio que dirigió varios años, de allí escapó cuando los númidas coparon el norte de África y a consecuencia de ello fue martirizado en Sicca Veneria. Una vez recobrada su libertad, se embarcó hacia Alejandría con la idea de unirse a un grupo de ermitaños de la región, pero cuando el buque hizo escala en Sicilia, decidió cambiar de rumbo y se encaminó a Roma, para visitar las tumbas de los apóstoles. Sin embargo, desencantado de la fastuosidad de la Ciudad Eterna, Fulgencio retornó a Bizacena y en sus cercanías construyó un amplio monasterio que regentó con sabiduría, cualidad que fue determinante para ordenarlo sacerdote en el 508 y –a pesar de su obstinada negativa–, elegirlo obispo de Ruspe, dignidad que no alteró su humildad porque renunció a usar las vestimentas episcopales y con su túnica raída continuó viviendo en oración, penitencia y ayuno en su entrañable abadía, desde la que Fulgencio se puso incondicionalmente al servicio de los más pobres, que lo aceptaron como el padre físico y espiritual que nunca tuvieron, mientras el temeroso clero –que había agachado su cabeza ante los herejes–, guiado por su mano amorosa, retornó plenamente al seno de la iglesia católica y por ello el rey herético Trasimundo, lo desterró –en compañía de otros sesenta obispos– a la isla de Cerdeña, pero luego, deslumbrado por los escritos de Fulgencio contra el arrianismo, el monarca lo llamó a su lado y estuvo a punto de convertirse, pero las intrigas de los enemigos del obispo, le hicieron desistir de su intención y de paso lo obligaron a desterrarlo de nuevo.
Tras la muerte de Trasimundo, en el 523, el nuevo rey, Hilderico, levantó la sanción y Fulgencio pudo regresar a su diócesis de Ruspe, a la que reconstruyó: impulsó el movimiento monacal con la fundación de varios conventos; continuó combatiendo a los herejes y predicando con tal unción que hasta los obispos vecinos acudían a escucharlo; de todas partes llegaban enfermos a los que curaba milagrosamente y como ejemplo de santidad, murió a comienzos del año 533. Por eso, hoy 30 de enero, día de su festividad, pidámosle a san Fulgencio de Ruspe, que no nos deje encandilar por las luces del mundo, sino por el amor de Dios.