El Santo del día
2 de noviembre
Los Fieles Difuntos
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Oración a los Fieles Difuntos
Dios misericordioso y eterno, Hoy nos reunimos en oración para recordar a nuestros seres queridos que han partido de este mundo y descansan en tu paz. Te confiamos sus almas y pedimos que, a través de tu infinita misericordia, encuentren la luz y la vida eterna en tu presencia. Dales consuelo y paz, y permite que gocen de la compañía de los ángeles y santos en tu reino celestial. Te pedimos que también nos concedas la gracia de vivir nuestras vidas de manera que un día podamos reunirnos con ellos en la gloria de tu amor. En este Día de los Fieles Difuntos, te encomendamos a todas las almas que necesitan tu perdón y tu amor. Que tu misericordia sea infinita y tu juicio sea justo.
Amén.
Como era lo usual, el monje fue puesto en capilla ardiente a la espera de que amaneciera para inhumarlo y conforme a la costumbre, varios de sus compañeros comisionados por el prior, ingresaron esa noche a su celda para hacer el inventario de sus pertenencias y cuando levantaron el colchón, escucharon un tintineo, entonces lo abrieron y encontraron en su interior una bolsa que contenía varias monedas de oro (lo cual era incompatible con el inquebrantable voto de pobreza que él había formulado) e inmediatamente se la llevaron a san Gregorio Magno –abad del convento, en esa época– que dio rienda suelta a su ira y ordenó que el cadáver fuera enterrado en un albañal en el que arrojaban las basuras, fuera del monasterio. Al cabo de algunos días, san Gregorio Magno se arrepintió de esa medida tan drástica y en compensación celebró treinta misas –una diaria– por su alma. Algunos meses después, el fraile castigado se le apareció en sueños al abad, le agradeció por las eucaristías y le dijo que gracias a ellas, había sido liberado del purgatorio y ya gozaba de la presencia de Dios. Desde entonces a las que se ofician por los fieles difuntos –con esa periodicidad– se les conoce como, misas gregorianas.
En los primeros tiempos de la cristiandad, se inscribían en rollos especiales y en las paredes de las catacumbas los nombres de los muertos, mártires o no, y en honor a ellos, se entonaban oraciones, con la idea de que –como dice Juan Macabeo, en el versículo 46, del capítulo 12, del segundo libro de los Macabeos– hay que “ofrecer sacrificios por los difuntos, para que Dios les perdone sus pecados”; así se afirmó la costumbre de orar por los fallecidos. A partir del 998, san Odilón, que era el abad de los benedictinos, instituyó en los monasterios de la Orden, un día especial para la Conmemoración de los Fieles Difuntos, que pronto se extendió al resto de la Iglesia y desde el siglo XII comenzó a celebrarse el 2 de noviembre.
En el primer Concilio de Lyon, presidido por el papa Inocencio IV, en 1254, se sentaron las bases de lo que hoy conocemos como purgatorio –que más que un lugar–, es un estado por el que atraviesan las almas que deben purificarse antes de llegar a la presencia de Dios y para el efecto, se invocó el versículo 13, del tercer capítulo de la primera carta de san Pablo a los Corintios, que dice: “El fuego probará la obra de cada uno. Si la obra resiste la prueba del fuego, recibirá el premio” y con ello se dio vía libre a las preces que se elevan ante Dios, con el fin de abreviarles el camino, porque según dijo el papa Sixto IV, en 1476 (sintetizando las conclusiones del primer Concilio Ecuménico de Florencia, efectuado en 1445): “Los que murieron en la luz de la caridad de Cristo pueden ser ayudados por las oraciones de los vivos”.
Todo esto consolidó la celebración del Día de los Fieles Difuntos que hoy conmemora la Iglesia en todo el mundo y que más que una jornada para orar por los que ya no están, es una feliz oportunidad para detenernos a reflexionar sobre el efímero paso del hombre por la vida y la necesidad de que en su transcurso, edifique su corazón para lograr la salvación. Por eso hoy, Día de los Fieles Difuntos, roguemos por ellos, para que ellos cuando estén en la presencia de Dios, también rueguen por nosotros.