El Santo del día
1 de noviembre
Fiesta de todos los Santos
Oración a todos los Santos
Dios amado, en esta Fiesta de Todos los Santos, nos unimos en oración para honrar y recordar a todos los santos, conocidos y desconocidos, que han caminado antes que nosotros en la fe. Te agradecemos por su ejemplo de vida, su valentía y su amor inquebrantable hacia Ti. En este día especial, te pedimos que nos concedas la gracia de seguir sus pasos y de buscar la santidad en nuestras propias vidas. Ilumina nuestro camino con la luz de tu Espíritu Santo y ayúdanos a crecer en virtud, amor y servicio a los demás. Recordamos a nuestros seres queridos que han partido de este mundo y te confiamos sus almas a tu misericordia. Permíteles gozar de tu presencia eterna en el cielo. Señor, en este día de Todos los Santos, te pedimos que nos fortalezcas en la fe y en la esperanza de un día unirnos a la comunidad celestial de santos y santas que te alaban sin cesar.
Amén.
La sangre vertida por los cristianos durante las brutales persecuciones a las que fueron sometidos, se convirtió en el abono que nutrió a la Iglesia a lo largo de tres extenuantes siglos de dolorosa gestación, al cabo de los cuales dio a luz el fruto maduro de la fe, que es el alimento de quienes creemos en la gracia de la salvación y la vida eterna, obtenidas mediante la gloriosa resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Por eso valió la pena el sacrificio de cientos de miles de cristianos que donaron sus vidas por lealtad y amor a Jesús Crucificado y desde entonces esos ejemplos han sido los referentes de millones de personas de todas las épocas que con alegría han aceptado la muerte antes que renunciar a la proclamación del evangelio, a la misericordia del Padre, al amor del Hijo, la luz del Espíritu Santo y la protección maternal de la Santísima Virgen María.
Tras el incendio de Roma, Nerón, a quien los romanos señalaban de ser el instigador de la conflagración que destruyó las tres cuartas partes de la ciudad, hizo correr el rumor de que los cristianos eran los responsables de esa desgracia y para distraer la atención desató contra ellos una cruel persecución (inaugurada con la crucifixión de san Pedro y san Pablo), que diariamente dejaba como saldo a cientos de muertos ejecutados por la espada de los gladiadores, o despedazados por las fieras, corneados por toros salvajes, desgarrados por afilados garfios, sumergidos en aceite hirviendo y decapitados después de ser torturados con sevicia y su ejemplo fue replicado por los siguientes emperadores hasta el 313, año en el que Constantino II promulgó el Edicto de Milán, mediante el cual declaraba al cristianismo como religión oficial del Estado.
Durante todo este tiempo, los piadosos seguidores de Cristo recogían a sus difuntos mártires y los enterraban solemnemente en las catacumbas, en las que se reunían habitualmente para orar y celebrar las eucaristías y de paso podían venerarlos sin peligro; a ello contribuyó san Calixto, a mediados del siglo II, cuando –por encargo del papa Ceferino– se puso al frente del mantenimiento de este complejo subterráneo, al que amplió a cuatro niveles y lo extendió por más de 20 kilómetros. En esta obra colosal fueron albergados en los dos siglos siguientes –según cálculos posteriores de la tradición católica–, los restos de 174 mil mártires, entre los cuales 46 papas. Todos estos mártires desconocidos, se ganaron por derecho propio un lugar en los altares (sin tener que pasar por el exigente proceso de canonización que se formalizó muchos siglos después) y ese mismo privilegio le fue concedido a perpetuidad a quienes desde entonces han sido inmolados por defender la fe católica.
A esa legión de santos héroes, habría que sumarle millones de mujeres y hombres anónimos que a lo largo de la historia de la Iglesia acataron sin reatos la voluntad divina, que tuvieron como faro a Jesucristo e irrigaron su misericordia, su bondad, su mansedumbre, y como Él, dedicaron sus vidas a la oración, al ayuno, la meditación, las pusieron incondicionalmente al servicio de los demás, no dudaron en donarlas para salvar a otros y sus nombres y acciones jamás se conocieron o no trascendieron más allá de sus ámbitos locales o simplemente cumplieron su misión en silencio y evitaron los reconocimientos a toda costa.
No obstante, aunque la Iglesia no los tiene en sus anales y ante la imposibilidad de identificarlos, el papa Bonifacio IV consagró un panteón en Roma a los santos mártires en el año 609 y autorizó su culto, disposición que el papa Gregorio III, en el año 741 –poco antes de morir– amplió con la apertura de una capilla dentro de la Basílica de San Pedro, en honor de Todos los Santos y dispuso que la celebración de esta fiesta se realizara el primero de noviembre, y a mediados del siglo IX, el papa Gregorio IV ordenó que la Fiesta de Todos los Santos adquiriera carácter universal. Por eso hoy, primero de noviembre, oremos para que Dios nos guíe por el camino de la santidad y nos incluya en la lista de Todos los Santos.