El Santo del día
13 de septiembre
San Juan Crisóstomo
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Oración a San Juan Crisóstomo
San Juan Crisóstomo, Luminosa voz de la predicación y la sabiduría, que nos guiaste con tus enseñanzas y amor, te pedimos que intercedas por nosotros ante Dios. Dános la gracia de comprender la Palabra divina, inspíranos a vivir vidas de rectitud y virtud. Que en cada acción encontramos la oportunidad de amar, y en cada palabra, la posibilidad de edificar. San Juan Crisóstomo, maestro en la fe y la caridad, ayúdanos a crecer en la humildad y la oración. Ruega por nosotros ante el Altísimo, para que podamos seguir tu ejemplo y glorificar a Dios.
Amén.
Como los viñedos de la viuda eran un apetitoso bocado, la reina Eudoxia decidió apoderarse de ellos, pero dado que la mujer opuso resistencia fue conminada a presentarse ante un amañado tribunal y a sabiendas de que llevaría las de perder prefirió refugiarse en la iglesia (haciendo uso del derecho de asilo que los templos ofrecían a los perseguidos y que las autoridades tenían que respetar) y entonces el resuelto patriarca Juan Crisóstomo impidió el ingreso de los soldados que se devolvieron con las manos vacías. Este hecho que supuso una humillación para la soberana, despertó su ira y la del todopoderoso Eutropio, el superministro que gobernaba en su nombre y se oponía férreamente a esa medida cautelar. Desde ese momento se puso en marcha una conspiración para deponer al patriarca de su cargo, le hicieron la vida imposible, mas Juan Crisóstomo, con el pueblo de su lado, resistió estoicamente todas las maquinaciones. Al poco tiempo Eutropio, cuya ambición no tenía límites, urdió un complot para arrebatar el poder al emperador Arcadio y a su esposa Eudoxia, pero al ser descubierto, cayó en desgracia y cuando estaba a punto de ser apresado, huyó, e invocando ese derecho de asilo que tanto había combatido, se amparó en la iglesia y cuando las tropas fueron por él, Juan Crisóstomo les salió al paso, lo defendió con la misma vehemencia que a la viuda, le brindó toda su protección y lo trató con la mayor consideración y afecto, mientras los impotentes monarcas se mordían la lengua y juraban vengarse.
Juan de Antioquía (nacido en el 347 en Antioquía), quedó huérfano a temprana edad y su madre se puso al frente de su educación con el fin de que el pequeño siguiera las huellas de su padre en la administración provincial del imperio romano y para el efecto contrató a los mejores preceptores de la ciudad. Con ellos adquirió sólidas bases humanísticas en música, gramática, redacción, literatura, retórica, cultura y lengua griega. Dada su notable inteligencia y aprovechando los conocimientos acumulados se especializó en oratoria con Libanio –apodado el pequeño Demóstenes–, quien le auguró una exitosa carrera como legislador y estadista, pero la vida de Juan de Antioquía dio un vuelco al conocer al obispo Melecio, que lo cautivó con sus sermones y su ejemplo de vida que no dudó en seguir.
Luego de recibir el bautismo a los 23 años en el 370, comenzó a estudiar Sagradas Escrituras y teología con Diodoro –monje sabio y futuro obispo de Tarso–, al que además, imitó en su vida ascética, retirado en un monasterio cercano a Antioquía y como los ayunos, penitencias y mortificaciones corporales que se infligía, le parecían poca cosa, se retiró a una cueva en la que permaneció dos años, al cabo de los cuales tuvo que retornar a la ciudad a causa del acelerado deterioro de su salud. Entonces retomó sus funciones como lector de la iglesia y al poco tiempo el obispo Melecio le confirió el diaconado, le asignó funciones administrativas, lo autorizó para predicar en todas las iglesias y tras la muerte del prelado, su sucesor san Flaviano, lo ungió sacerdote en el 386. En pocos años ya Juan de Antioquía se había ganado un merecido prestigio como escritor y era –sin lugar a dudas–, el mejor predicador del imperio. Por eso le pusieron el apelativo de Crisóstomo, que quiere decir: Boca de Oro.
La profundidad y sólida argumentación de sus escritos exegéticos, homiléticos y teológicos, más la vibrante elocuencia que tocaba las fibras más sensibles de sus feligreses, convirtieron a Juan Crisóstomo en la figura más importante de la Iglesia oriental y por eso al morir Nectario, el obispo de la capital, el emperador Arcadio ordenó que lo trajeran sin que el pueblo de Antioquía se enterara –porque de saberlo habrían armado una revolución– y contra su voluntad, convocó un sínodo que lo ungió como patriarca de Constantinopla, pero los que lo eligieron se arrepintieron muy pronto, porque Juan Crisóstomo redujo los gastos y el personal de su sede, vendió los artículos de lujo, acabó con los banquetes suntuosos, descolgó las cortinas y de ellas hizo trajes de invierno para los pobres. Con lo recaudado, levantó un hospital para los enfermos abandonados, recogió en un monasterio a los monjes perezosos que vagaban viviendo holgadamente de las limosnas, excluyó a los sacerdotes que tenían concubinas y les decomisó los bienes conseguidos por medio de la simonía, delito que consiste en vender o comprar cargos eclesiásticos y los sacramentos.
Luego Juan Crisóstomo se fue lanza en ristre contra la lujuria de la corte, los excesos de los nobles y la vida disoluta del emperador y su esposa. Por todo ello fue depuesto y enviado al exilio, pero el pueblo se rebotó y tuvieron que reponerlo en su cátedra. No obstante las intrigas continuaron y a los pocos meses, después de salvarse de dos atentados, su archienemigo Teófilo, patriarca de Alejandría, aliado con una rabiosa parte del clero al que le había recortado sus privilegios, obtuvo del emperador su aprobación para destituir y desterrar a Juan Crisóstomo, lo que se hizo efectivo el 24 de junio del 404. Fue llevado a Cucuso, en los confines de la república de Armenia y como continuó influyendo en los destinos del imperio y de la Iglesia mediante constantes cartas apostólicas, lo trasladaron en condiciones infrahumanas hacia Pithyo, un desolado paraje de las profundidades del Cáucaso, pero a mitad de camino en Comana, falleció el 14 de septiembre del 407.
Sin embargo no pudieron acallar la voz de Juan Crisóstomo, pues aún resuena su monumental obra, compuesta por varios centenares de homilías: 90 de las cuales se ocupan del Evangelio de San Mateo, otro tanto del Evangelio de San Juan y 55 de los Hechos de los Apóstoles y más de 300 textos, desgranan las epístolas del Nuevo Testamento. Asimismo escribió una buena cantidad de sermones que tienen que ver con el Antiguo Testamento: especialmente se concentró en el Génesis, los Salmos y el profeta Isaías. Todo ello sin contar las 250 cartas apostólicas dirigidas a sus clérigos desde el exilio y los tratados que analizan el sacerdocio –un verdadero manual de comportamiento para los consagrados–, la vida monástica, la viudez y la virginidad y la educación de los hijos.
Con estos méritos fue declarado Doctor de la Iglesia por el papa Pío V, en 1568, e incluido dentro de los cuatro grandes Padres de la Iglesia de Oriente. Al ser considerado como el mejor orador de la Iglesia de todos los tiempos, el papa Pío X, lo proclamó patrono de los predicadores. Por eso hoy, 13 de septiembre, día de su festividad, pidámosle a san Juan Crisóstomo, que nos enseñe a predicar con amor, la Buena Nueva.