El Santo del día
1 de agosto
San Alfonso María de Ligorio

Oración a San Alfonso María de Ligorio
Oh Glorioso San Alfonso María de Ligorio, fiel siervo del Señor y ejemplo de virtud, te ruego que intercedas por mí ante Dios Todopoderoso. Concede que pueda imitar tu amor a la Virgen María y tu dedicación infatigable a la propagación de la fe. Ayúdame a vivir una vida de santidad, siguiendo los mandamientos de Dios y cultivando las virtudes cristianas. Que en cada acción y decisión pueda buscar siempre la voluntad divina y actuar de acuerdo a ella. Inspírame con tu sabiduría y conocimiento para hacer frente a los desafíos morales y legales que encuentro en mi camino. Que pueda comprender y aplicar los principios éticos y legales con integridad y justicia. San Alfonso María de Ligorio, ruega por mí y por todos aquellos que buscan tu intercesión. Concédenos la gracia de vivir una vida santa y estar siempre cerca de Dios.
Amén.
La larga fila disminuía a medida que cada uno de los pobres recibía la ración acostumbrada en la portería del convento de los redentoristas de Nocera y cuando el sol se acercaba al cenit, una anciana desvalida llegó con dificultad a la puerta, en el momento en que las provisiones se le habían acabado; desolada prorrumpió en llanto y entre sollozos reclamó la presencia de san Alfonso María de Ligorio, que regularmente la atendía y a más de consuelo, siempre le daba una generosa ayuda con la que ella y su nieto sobrevivían durante el mes, pero luego de esperar un buen rato bajo el sol calcinante, salió el portero del monasterio y le informó que Alfonso María de Ligorio estaba en Nápoles; entonces la mujer, resignada, secó sus lágrimas, emprendió el regreso a casa pero al pasar por la iglesia decidió entrar a ella para pedirle a Dios que supliera sus necesidades y de rodillas, embebida en la oración, perdió la noción del tiempo, hasta que sintió que le tocaban el hombro y al levantar la vista vio a su lado a Alfonso María de Ligorio que la miraba dulcemente y a continuación le ayudó a levantarse, la acompañó hasta la puerta y tras entregarle una bolsa con el dinero suficiente para abastecerse de comida durante los tres meses siguientes, volvió a entrar al templo sin darle la oportunidad de que le agradeciera. Noventa días después, cuando sus provisiones se agotaron, la anciana volvió al convento y en su puerta estaba esperándola con la consabida bolsa de dinero, Alfonso María de Ligorio, que acababa de llegar de Nápoles.
Alfonso María de Ligorio (nacido el 27 de septiembre de 1696, en Nápoles, Italia), por ser el hijo mayor de José de Ligorio –cabeza de una acaudalada y noble familia napolitana–, estaba destinado a sucederle como líder del clan y por eso recibió una esmerada formación, la cual –apuntalada en su aguda inteligencia–, aprovechó de tal forma, que luego de terminar sus estudios de matemáticas, literatura, geografía, arquitectura, música, pintura, arte y gramática, se matriculó en la Universidad de Nápoles, de la que egresó en 1712, como doctor en Derecho Civil y Derecho Canónico, con notas sobresalientes e inmediatamente comenzó a ejercer su profesión. En poco tiempo el joven abogado se convirtió en el jurisconsulto más eminente de la ciudad porque con sus conocimientos, su elocuencia y la consistencia de sus argumentos, fue invencible durante varios años en los tribunales y por ello a los 24 años, le encomendaron la defensa de la familia Orsini (en un enconado pleito que por unas propiedades sostenía con el duque de Toscana) y la brillante exposición hecha en el juicio por Alfonso María de Ligorio, que le auguraba una resonante victoria, se desmoronó, porque él, confiando en la buena fe de los jueces, firmó un documento sin leerlo previamente y al perder la causa, decidió abandonar su promisoria carrera y se refugió en el convento de los lazaristas en donde, después de varios meses de oración y ayuno, una voz celestial le ordenó: “Deja el mundo y sígueme”, lo que hizo con presteza, tras renunciar a su herencia y dejar su espada –símbolo de su status– ante el altar de la Virgen, en la iglesia de Santa María de la Redención de los Cautivos, de Nápoles.
A pesar de la cerrada oposición de su padre, al cabo de dos meses, Alfonso María de Ligorio obtuvo su permiso para abrazar la vida religiosa; entonces se enfrascó en sus estudios de teología y se adentró en las Sagradas Escrituras con un especial recogimiento reforzado por la oración, el ayuno y la mortificación corporal. Luego de recibir el diaconado, fue comisionado para predicar y el pueblo napolitano, que estaba acostumbrado a escucharlo en el foro judicial, quedó subyugado con su nueva faceta y lo seguía a todas partes.
Tras recibir la ordenación sacerdotal (el 21 de diciembre de 1726), a su predicación en las iglesias, tuvo que agregarle –por encargo del arzobispo–, la dirección de los ejercicios espirituales de todo el clero napolitano y cuando bajaba del púlpito siempre lo esperaba una interminable fila de penitentes a las puertas de su confesionario; luego Alfonso María de Ligorio se iba a visitar a los enfermos en los hospitales, a continuación recorría las calles en las que evangelizaba a los vagos y abandonados; al retornar a su casa se sentaba a escribir hasta la madrugada y el amanecer lo sorprendía orando.
Tal derroche de energía y celo apostólico, le pasó factura a Alfonso María de Ligorio y sus médicos le recomendaron un merecido descanso en una pequeña población llamada Scala, en la que se percató del abandono espiritual de sus habitantes, entonces se olvidó de sus dolencias y se dedicó a rescatarlos, reorganizó el convento local y con sus monjas fundó la Congregación de las Redentoristas, pero como la mies era mucha y los obreros, pocos, en 1732, creó una rama masculina llamada: Congregación del Santísimo Redentor –sacerdotes conocidos hoy como Redentoristas– y la cosecha fue tan fecunda, que en poco tiempo sus casas se abrieron en todo el Estado Pontificio, incluida Roma.
A pesar de las persecuciones que debió padecer, Alfonso María de Ligorio dejó su obra en un punto muy alto cuando –no obstante su empecinada resistencia– fue nombrado obispo de Santa Águeda, en 1762 y una vez allí, alcanzó a enderezar la escorada diócesis cuyos sacerdotes y feligreses vivían sin Dios ni ley y al entregarla 13 años después, su grey era modelo de la Iglesia. En todo ese tiempo, Alfonso María de Ligorio escribió sin cesar, labor que continuó una vez retirado en la casa Redentorista de Pagani, hasta completar 111 libros (entre los cuales están: Las glorias de María, Teología moral, La práctica de amar a Jesucristo, La preparación para la muerte), de los que hasta ahora van más de 21 mil ediciones en 70 idiomas y a los 91 años jubiló su pluma al morir en olor de santidad el 1° de agosto de 1787. Fue canonizado por el papa Gregorio XVI, en 1839 y en 1871, el papa Pío IX, lo declaró Doctor de la Iglesia. Por eso hoy, día de su festividad, pidámosle a san Alfonso María de Ligorio que nos dé el coraje suficiente para renunciar al mundo y seguir a Jesús.