Renuncias Papales

Al ser una misión divina encomendada en forma clara y expedita por Nuestro Señor Jesucristo a san Pedro, se daba por descontado que su carácter era irrevocable, y así las cosas, el ejercicio de gobernar su Iglesia implicaba -de ser necesario- la entrega de la vida misma, designio que aceptó mansamente el Príncipe de los Apóstoles en el año 67 cuando fue crucificado cabeza abajo.Y ese precedente estableció una tradición, según la cual, sus sucesores debían permanecer en el solio pontificio hasta su muerte, salvo en circunstancias excepcionales en las que la estabilidad y el futuro de la Iglesia dependieran de la renuncia del papa de turno. Hubo casos en los que las dimisiones se guardaron bajo llave en previsión de lo que pudiera acontecer, como sucedió con Pío VII, quien antes de ser apresado por Napoleón dejó firmada su renuncia ante la perspectiva de ser asesinado u obligado a actuar en función de los intereses del emperador francés. Lo mismo ocurrió con Pío XII, que pasó en vilo durante la Segunda Guerra Mundial esperando que Hitler invadiera Roma en cualquier momento y lo tomara prisionero. Afortunadamente en ambos casos los pontífices no tuvieron que hacer efectivas sus dimisiones y pudieron conservar sus vidas e investiduras. Otros papas no tuvieron tanta suerte, pero con sus ineludibles renuncias salvaguardaron el destino de la Iglesia.

San Clemente

San Clemente, el último de los discípulos directos de san Pedro y san Pablo y por lo tanto genuino depositario de la doctrina original de los apóstoles (lo que de hecho le confería el ascendiente espiritual y magisterial suficiente, para ser llamado Padre Apostólico), fue elegido como el cuarto papa de la Iglesia en el año 88, en medio de la cruenta persecución desatada por el despiadado emperador Domiciano. Pero sin arredrarse ante ese peligro, san Clemente, desplegó con vigor su autoridad papal al sentar el precedente de la primacía del obispo de Roma sobre toda la Iglesia de Cristo, mediante una Epístola a los Corintios, (extensa carta apostólica considerada, por algunos Doctores de la Iglesia, como la precursora de las encíclicas papales), en la que desautorizaba tajantemente a la facción de la Iglesia de Corinto que había destituido a varios obispos y diáconos, arguyendo -el pontífice-, que esa prerrogativa solo le correspondía al papa. Además, san Clemente, enfrentó con firmeza los primeros brotes heréticos en la doctrina de la Iglesia y ordenó que en adelante todas las oraciones debían concluir con la palabra: Amén.

 

Al parecer la influencia y santidad de san Clemente fueron decisivas en la conversión de muchos nobles romanos (a los que tenía fácil acceso porque su familia había pertenecido a esa clase social), lo que despertó la ira del emperador Trajano que lo condenó a trabajos forzados en el Quersoneso, una cantera de Crimea, cercana al Mar Negro. Dado que por su condición de prisionero no podía seguir regentando la Iglesia, renunció formalmente antes de partir al destierro y así dejó el camino libre para la elección de un nuevo papa, sin interferencias. No obstante continuó su labor pastoral en el lugar de su reclusión y en poco tiempo logró la conversión de todos los cautivos y de buena parte de los carceleros que se rindieron ante su santidad luego de que, san Clemente, hiciera brotar un manantial, de la roca, para calmar a los sedientos reclusos que antes eran obligados a caminar 10 kilómetros en busca de un poco de agua. Por eso y porque en más de una ocasión se negó tajantemente a realizar sacrificios ante los dioses paganos, los furiosos comandantes del presidio lo lanzaron desde un acantilado al Mar Negro con un ancla atada al cuello para evitar que su cuerpo fuera rescatado por los cristianos. 

San Ponciano

Una vez muerto Urbano I, fue elegido papa, el 21 de julio del año 230, un piadoso sacerdote romano llamado Ponciano, quien de entrada, heredó de papados anteriores un cisma planteado por el autoproclamado papa Hipólito que se negó rotundamente a reconocer al nuevo pontífice y además mantuvo su postura herética, según la cual, La Santísima Trinidad, no era más que tres manifestaciones distintas del mismo Dios, lo que de hecho agudizó la división  que por esa causa ya existía en el seno de la Iglesia.

 

Al ascender en el año 235 al trono del imperio Romano, Maximino Tracio, intensificó la persecución contra los cristianos y como era previsible los primeros apresados fueron el papa Ponciano y el antipapa Hipólito (que eran las figuras más representativas del movimiento cristiano), pues Maximino Tracio suponía que con la captura de ambos, desvertebraría toda la comunidad cristiana. Por eso tras su arresto, el papa Ponciano presentó la renuncia formal de su cargo -la primera de la que existe constancia histórica-, el 28 de septiembre de ese mismo año, con el fin de que en su ausencia pudieran elegir un nuevo papa que mantuviera la cohesión de la Iglesia. Confinados en las insalubres minas de Cerdeña, el papa Ponciano y el antipapa Hipólito se reconciliaron en el sufrimiento y unidos por  la oración y el amor fraterno murieron poco tiempo después, luego de ser apaleados sin compasión durante varias horas.

Celestino V

Dos años después de la muerte del papa Nicolás IV, ocurrida en 1292, continuaba la sede vacante porque los irreconciliables cardenales Orsini y Colonna, que en defensa de los intereses de sus poderosas familias tenían dividido el cuerpo cardenalicio en dos bandos pugnaces que se disputaban ferozmente el trono de San Pedro, se sacudieron al leer una dura carta en la que su autor Pietro di Morone (un monje ermitaño con fama de santo), les recriminaba su ambición y soberbia y los conminaba a unirse para elegir al hombre adecuado en el menor tiempo posible, y advertía, que de no ser así, el pueblo podría repetir lo que había hecho 21 años antes en el cónclave de Viterbo, cuando destechó el recinto en el que estaban reunidos, puso a aguantar hambre a los cardenales y por poco los lincha.

 

La carta les llegó como mandada del cielo, porque su autor, Pietro di Morone, era justamente el hombre que necesitaban para salir del embrollo, pues contaba más de 80 años (y por ende esperaban que muriera pronto), no tenía vínculos con la curia ni con los bandos en pugna, era además tímido, inofensivo y con fama de santidad. Por lo tanto su elección no representaba peligro para ellos y el pueblo lo aceptaría con alborozo, puesto que encarnaba el ideal de la Iglesia santa que los fieles añoraban. Entonces, a Pietro di Morone, lo eligieron papa el 5 de julio de 1294 y después de forcejear con los emisarios durante un buen rato por fin aceptó a regañadientes y casi a rastras lo sacaron de la cueva en la que vivía en una escarpada montaña de los Abruzos. Con el nombre de Celestino V, fue coronado en L’Aquila, de donde lo llevaron a Nápoles, ciudad a la que ingresó sobre un burro -para recordar la humilde entrada de Jesús a Jerusalén-, conducido por Carlos II de Anjou, rey de Nápoles, el mismo que a partir de ese momento lo manipuló hasta el término de su corto reinado que transcurrió en esa población.

 

Dado que era un hombre de oración y silencio que hacía muchos años no hablaba con nadie, se sintió azorado por la opulencia y la capacidad de intriga de la corte papal y como no sabía decir que no, concedía favores, dispensas y peticiones a manos llenas sin sopesar las consecuencias y por consiguiente, los cardenales, clérigos, funcionarios, reyes y embajadores sacaban suculentas tajadas de la ingenuidad del Papa Celestino V, quien apabullado por toda esa parafernalia y por el desgreño administrativo en que había caído la Iglesia debido a su benevolencia, no aguantó más y convocó a los cardenales a un consistorio el 13 de diciembre de 1294. Para sorpresa de los concurrentes leyó con voz trémula su renuncia y a continuación en medio del estupor de los asistentes se despojó de sus vestiduras papales y bajo ellas apareció su entrañable, raído y tosco sayal de ermitaño. Entonces recogió su burdo cayado y abandonó majestuosamente el salón y a Nápoles, pero no llegó muy lejos porque su sucesor Bonifacio VIII, mandó a detenerlo para que los airados napolitanos no pudieran reponerlo en el trono de San Pedro. Diez meses después el 19 de mayo de 1296, en una estrecha celda del castillo de Fumone, cerca de la ciudad Agnani, el octogenario Celestino V, murió prisionero, consolado por su único y fiel amigo de siempre: ¡El Silencio!.

Gregorio XII

Desde hacía más de 30 años el pueblo católico estaba al garete navegando entre la incertidumbre y la incredulidad, porque reinaban varios papas y cómo no sabía cuál era el legítimo, no tenía claro a quien debía obedecer, confusión atizada por  los gobernantes que reconocían a uno u otro y cambiaban de bando cuando las circunstancias políticas les convenía arrastrando a sus súbditos, con ellos, hacia la indiferencia religiosa. Para poner fin a tan aberrante situación y por presión de las universidades, intelectuales y figuras destacadas de la Iglesia, como San Vicente Ferrer, se convocó el Concilio de Constanza avalado por los papas Juan XXIII y Gregorio XII, quienes se comprometieron a presentar su renuncia en él.

 

Ángelo Correr, fue elegido papa con el nombre de Gregorio XII el 30 de noviembre de 1406 y a juicio de la mayoría de los católicos era el legítimo sucesor de san Pedro, porque procedía del linaje de Urbano VI, el último papa electo canónicamente en Roma, en 1378, a quien -los mismos cardenales-, depusieron arbitrariamente, poco después (arguyendo que su nombramiento era inválido porque -según ellos- lo designaron coaccionados por el miedo a la indignación del pueblo romano que reclamaba un papa italiano). Ese fue el detonante del Cisma de Occidente que en los siguientes cuarenta años dividió la obediencia de la Iglesia entre varios papas.

 

Por eso se confiaba en que el Concilio de Constanza instalado el 4 de noviembre de 1414, fuera la panacea esperada y aunque ambos papas comparecieron ante la asamblea, Juan XXIII, se retractó de su promesa y trató de huir pero fue apresado, destituido y declarado antipapa, mientras que Gregorio XII, cumplió con su promesa y renunció el 4 de julio de 1415, abriendo así el camino hacia la reconciliación, porque gracias a su noble gesto, terminó el Cisma de Occidente el 11 de noviembre de 1417, con el nombramiento de Martín V, a quien le tocó en suerte devolver la Iglesia a su cauce. 

Benedicto XVI

Tres días después de cumplir los 78 años y tras cuatro rondas de votaciones en dos días de deliberaciones del cónclave, el alemán Joseph Ratzinger, fue elegido papa el 19 de abril de 2005, con el difícil encargo de suplir la vacante dejada por Juan Pablo II, el pontífice polaco que gobernó a la Iglesia durante 27 años (en el segundo papado más largo de la historia), lapso en el que dejó una indeleble huella magisterial en el camino de la Iglesia, y por lo tanto, la misión del nuevo pontífice, Benedicto XVI, planteaba cruciales interrogantes sobre el rumbo que habría de tomar la barca de san Pedro en medio de las turbulentas aguas del postmodernismo y del relativismo moral imperantes a comienzos del Siglo XXI.

 

Joseph Ratzinger, creado cardenal por Pablo VI desde 1977, fue nombrado prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en 1981, por Juan Pablo II, para quien, además de ser la mayor autoridad teológica de la Iglesia (o sea, el guardián natural de la doctrina eclesial y por eso le encargó la concepción y redacción del Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica), Ratzinger, tenía el perfil adecuado para sucederlo dada la mutua afinidad en temas tan candentes como el aborto, el control de la natalidad, el diálogo interreligioso, el celibato y la eutanasia entre otros. Por eso lo mantuvo a su lado y con mayor razón luego de que en el 2002, sus pares -con su aprobación-, lo designaran decano del Colegio Cardenalicio, lo que en la práctica significaba su ascenso al cargo más prominente y de mayor autoridad en el período de vacancia tras la muerte del papa.

 

En efecto al morir Juan Pablo I, su ascendiente sobre el cuerpo cardenalicio y su inigualable preparación (doctor en teología y en filosofía, pianista eximio, políglota que dominaba 10 idiomas, y con 8 doctorados Honoris Causa en su haber), inclinaron la balanza a su favor, y con el nombre de Benedicto XVI, tomó las riendas de la Iglesia el 19 de abril de 2005, y a partir de entonces, le tocó enfrentar varios asuntos espinosos como: la corrupción dentro del Banco Vaticano; las denuncias sobre abusos sexuales; los tejemanejes dentro de la curia; malos entendidos con algunos sectores musulmanes y al final, la filtración a la prensa de documentos ultrasecretos del papado que generaron el escándalo denominado Vaticanleaks. Sin embargo estos escollos no le impidieron realizar un fecundo pontificado durante el cual visitó 22 países, promulgó tres trascendentales encíclicas: Dios es Amor, Salvados en Esperanza y La Caridad en la Verdad; fortificó las relaciones con diversas confesiones protestantes, con los judíos y con buena parte de las autoridades islámicas. Agobiado por el peso de sus obligaciones y por su precaria salud, el papa Benedicto XVI, decidió presentar su renuncia a sus 87 años, mediante este escueto comunicado leído en el consistorio de canonización de los Mártires de Otranto el 11 de febrero de 2013: “He llegado a la certeza de que mis fuerzas, debido a mi avanzada edad, no se adecuan por más tiempo al ejercicio del ministerio petrino. Con total libertad declaro que renuncio al ministerio de obispo de Roma y sucesor de Pedro”. Tuvieron que pasar 598 años, desde la dimisión de Gregorio XII, en 1415, para que otro papa renunciara, con plena libertad.

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