El Santo del día
4 de julio
Santa Isabel de Portugal

Oración a Santa Isabel de Portugal
Oh bondadosa Santa Isabel de Portugal, tú que fuiste ejemplo de generosidad y compasión hacia los más necesitados, te pido que intercedas ante Dios por mis peticiones. Tú, que supiste dedicar tu vida al servicio de los pobres y enfermos, ayúdame a encontrar la fuerza y la disposición para ayudar a aquellos que sufren a mi alrededor. Santa Isabel, tú que viviste una vida de fe y humildad, enséñame a amar a Dios y a mis semejantes de todo corazón. Concede a mi alma la paz y la serenidad necesarias para enfrentar los desafíos de la vida y la fortaleza para seguir el camino de la virtud. Te ruego que intercedas ante Dios para que se haga su voluntad en mi vida y que, a través de tu intercesión, se derramen bendiciones sobre mí y mis seres queridos. Santa Isabel de Portugal, escucha mis suplicas y guíame por el sendero de la caridad y la misericordia. Que tu ejemplo de amor hacia los demás inspire mis acciones y me acerque cada vez más a Dios.
Amén.
Aunque alrededor de su tumba ubicada en el Monasterio de Santa Clara, en Coimbra, se suscitaban milagros a granel desde hacía más de trescientos años y su devoción estaba tan extendida, que los templos, ermitas y santuarios erigidos en su honor, abundaban especialmente, en Portugal y España y no obstante los testimonios de sus prodigios, los contundentes argumentos, la recurrente petición de sus devotos y el constante reclamo de las dinastías reinantes de los dos países que procedían de su linaje, la canonización de santa Isabel de Portugal, siempre fue desestimada por la curia romana sin razón alguna.
Con la llegada de Urbano VIII al trono de san Pedro, se acentuó la reticencia, porque a juicio de este papa, los pontificados precedentes habían sido demasiado generosos en la concesión de estos galardones celestiales y para contener la avalancha de solicitudes de elevación a los altares, promulgó una bula que contenía rigurosos requisitos y múltiples filtros para decantar a los candidatos, pero aún así, los postuladores de la causa de santa Isabel de Portugal, seguían insistiendo en su propósito y entre ellos el más vehemente era el rey Felipe IV de España, a quien –por cortesía–, el santo Padre le recibió una completa documentación y una imagen de la venerada reina, pero no le prometió nada. Al poco tiempo, Urbano VIII fue atacado por unas misteriosas fiebres malignas –como las llamaban en aquella época– y médicos de toda Europa acudieron a su llamado pero nada pudieron hacer. Todos esperaban un desenlace fatal, menos el pontífice, que aferrado a la vida y después de agotar todas las alternativas, se acordó de la afamada Isabel de Portugal, hizo que le llevaran su imagen, y –por si acaso– se encomendó fervientemente a su intercesión; esa noche se durmió beatíficamente y al día siguiente despertó sano y con el vigor de un adolescente. Inmediatamente ordenó su canonización, –que se hizo efectiva el 25 de mayo de 1625–, porque su curación milagrosa, era para él, suficiente prueba de su santidad.
Isabel (nacida el 11 de febrero de 1270, en Zaragoza, España), era la hija del rey Pedro III de Aragón y sobrina-nieta de santa Isabel de Hungría, por eso recibió el nombre de su tía-abuela y la misma educación que ella, caracterizada por la oración como sello personal, la austeridad, el constante ayuno y duras penitencias que contrastaban con la opulencia de la corte de la que Isabel se sustraía discretamente sin dejar de representar su papel de princesa, y justamente esa moderación fue la que llamó la atención de todos los príncipes europeos que buscaban consorte, pero su padre prefirió al joven rey Dionisio de Portugal, que le entregó una jugosa dote –que incluía varios señoríos, con sus respectivos títulos– y en 1282, fue desposada y entronizada como reina de los lusitanos a los que en poco tiempo les robó el corazón al convertirse en protectora de la Iglesia y de los pobres: construía monasterios, templos, hospitales, albergues para huérfanos, hospicios para indigentes, ancianos, mujeres abandonadas y les repartía con largueza dinero, alimentos y ropa.
Toda esta labor la realizaba sin pedirle permiso a su esposo, quien con su aparente condescendencia pretendía enmascarar sus recurrentes infidelidades de las que Isabel se daba cuenta pero aceptaba en silencio y con una admirable dignidad que sorprendía a todos, pues aceptaba gustosa a los hijos ilegítimos del rey y los educaba cristianamente, lo que derivó más tarde en una agresiva rebeldía de Alfonso, el hijo mayor de ambos, que estaba celoso por la aparente preferencia de su padre hacia uno de los hermanos bastardos y cuando tuvo edad suficiente, le declaró la guerra. En la víspera del enfrentamiento, Isabel de Portugal, llegó hasta el campo de batalla y haciendo gala de su talante diplomático, de su autoridad maternal y de su influencia conyugal, evitó la confrontación y los reconcilió, pero esa paz no duró mucho; como la situación se repitió durante dos largos años, invariablemente la reina mediaba para impedir el derramamiento de sangre y solamente la muerte del rey, en 1325, puso fin al litigio.
Una vez fallecido su esposo, mientras su hijo Alfonso ascendía al trono sin oposición alguna, Isabel de Portugal vistió el hábito de las clarisas, construyó el Convento de Santa Clara en Coimbra y se recluyó en él, sin profesar sus votos extremos, lo que le permitió seguir administrando sus bienes en favor de las muchachas sin futuro, los pobres, los enfermos y los abandonados a los que diariamente atendía, cuidaba, consolaba y protegía; mas once años después, las nubes de otra guerra fratricida se cernieron sobre su paz, pues su hijo Alfonso IV y Alfonso XI, rey de Castilla –su nieto por parte de Constanza, su otra hija– se enfrascaron en una agresiva disputa territorial que los puso en pie de lucha y entonces Isabel de Portugal abandonó su retiro, se puso en camino y tras varios días de marchas forzadas en las que hubo de soportar las inclemencias del clima y las asperezas del terreno, llegó enferma a Estremoz, en donde estaban acampados los dos bandos, pero aunque no alcanzó a reunirlos formalmente, ambos acudieron a su lecho de muerte y le prometieron deponer las armas, lo cual hicieron tras su fallecimiento, ocurrido esa noche del 4 de julio de 1336. Por eso hoy, día de su festividad, pidámosle a santa Isabel de Portugal, que nos dé paciencia y argumentos para resolver las diferencias familiares.