El Santo del día
23 de febrero
San Policarpo, Obispo Y Mártir

Cuando ese viernes llegaron hasta la casa en donde se había refugiado –por abrumadora petición de sus fieles– Policarpo recibió con dulzura a los soldados que iban a prenderlo, los invitó a comer y les pidió que le permitieran orar antes de salir rumbo a su martirio; dos horas después al terminar su oración, esa noche del 23 de febrero del año 155, mansamente se dejó montar en un asno y la comitiva emprendió el camino de regreso a la ciudad de Esmirna, de la que era obispo.
Policarpo, a sus 86 años, era el último testigo directo de las enseñanzas de los apóstoles de Jesús, pues en su juventud había sido discípulo del evangelista san Juan, quien precisamente lo consagró como obispo de Esmirna; por lo tanto, su predicación, clara y sencilla, procedía de la fuente más pura y auténtica del cristianismo; aparte de ello, se le consideraba –además de sabio– un santo viviente: por su mansedumbre, su humildad, por el halo luminoso que irradiaba su persona y los milagros que se suscitaban en su presencia.
Cuando ya declinaba el reinado del emperador romano Antonino Pío, se recrudeció la persecución contra los cristianos, especialmente en Asia Menor, región en la que florecía una vigorosa comunidad cristiana, que ponía en peligro el culto a los dioses romanos, entre los cuales se contaban varios predecesores del propio emperador. Así las cosas, el botín más preciado (símbolo y encarnación del movimiento), era el patriarca Policarpo; entonces al cortar esa cabeza, suponían los romanos, que el resto del cuerpo –la Iglesia–, se derrumbaría o emprendería la huida.
Cuando le prendieron fuego a la hoguera, las llamas –en forma de arco– rodeaban, pero no tocaban a Policarpo, mientras él alababa a Dios y le daba gracias por concederle el privilegio de morir mártir; como a su cuerpo no llegaba el fuego, el gobernador Quadratto ordenó que lo atravesaran con una lanza y su sangre brotó con tanta fuerza, que apagó la fogata. Por eso hoy, 23 de febrero, día de su festividad, debemos reafirmar nuestra fe –sin temor al martirio– haciendo gala de la misma valentía con que lo hizo san Policarpo.