El Santo del día
24 de febrero
San Moisés

Cuando golpeó dos veces la roca en Meribá, de ella brotó el agua que el pueblo demandaba airadamente y, mientras los israelitas y sus animales se saciaban, Moisés prorrumpía en amargo llanto, por haber desobedecido la orden de Dios, al golpear la piedra con la vara, en vez de hablarle como el Señor se lo había mandado. Aún así, Yahvé lo respaldó; pero al volver al tabernáculo, le dijo a Moisés que por su falta de fe y confianza en Él, no entraría en la tierra prometida y debía contentarse con verla desde un monte cercano.
A punto de morir, sentado sobre una piedra en la cima del monte Nebo, desde la que divisaba, por fin, esa tierra de leche y miel –que Dios le había prometido antes de salir de Egipto– Moisés, con lágrimas en sus ojos, recordó y agradeció todos los prodigios que el Señor obró, para liberar a Israel a lo largo de los 40 años que duró la travesía: las diez plagas, el paso del mar rojo, las victorias sobre pueblos militarmente superiores y el maná y las codornices que caían del cielo para alimentar al pueblo, entre otros. Tras hacer el repaso minucioso, arrepentirse y pedirle perdón a Yahvé, suspiró y expiró dulcemente. Y fue Dios mismo, quien lo enterró en un lugar desconocido hasta hoy.
Y es que Moisés es el único mortal que se ha dado el lujo –durante cuarenta años– de hablar con Dios de tú a tú: lo cuestionaba, le reclamaba, intercedía por su pueblo, aplacaba su ira y caminaba junto a Él. Nunca antes de Jesús, nadie estuvo tan cerca del Padre, como Moisés. Pero, para lograr esa cercanía, tuvo que entregarse mansamente a Dios y acatar su voluntad sin dilación, a pesar de su desobediencia, al final de sus días. Por eso hoy, 24 de febrero, día en el que la Iglesia celebra la festividad de san Moisés, es oportuno acercarnos confiadamente al Señor, para escucharlo, hablarle al oído –como lo hacía Moisés– y pedirle que también nos lleve a su tierra prometida.