El Santo del día
17 de octubre
San Ignacio de Antioquía

Oración a San Ignacio de Antioquía
Oh San Ignacio de Antioquía, valiente y fiel, Mártir de la fe, en la prisión y el laurel, Enfrentaste la adversidad con un espíritu inmortal, Tu amor por Cristo, en nosotros, es un ideal. Tus cartas son tesoros de sabiduría y luz, Guiándonos hacia Dios, en cada cruz, Intercede por nosotros, oh santo de Jesús, Para seguir con firmeza el camino de la cruz. San Ignacio, mártir intrépido y devoto, Tu ejemplo de amor nos llena de alboroto, Con tu intercesión, nuestro ser es compuesto, En la fe, la esperanza, y el amor más grande, impuesto.
Amén.
A pesar de la senectud de san Ignacio de Antioquía, los soldados que lo custodiaban (a los que él llamaba leopardos por su crueldad), le hicieron apurar el paso, pues por órdenes de Trajano, el obispo debía llegar antes de que terminaran los juegos (con los que en el año 107, el emperador festejaba su victoria sobre los Dacios) y al amanecer del 20 de diciembre, último día de las festividades, entró a Roma la comitiva que lo conducía. Sin darle tregua fue llevado ante el prefecto de la ciudad, quien ordenó que lo condujeran inmediatamente al anfiteatro flaviano, repleto de romanos que seguían sedientos de sangre, a pesar de que durante los ciento cincuenta días anteriores que duró la celebración, ya habían visto morir a 10 mil gladiadores y a miles de cristianos. El hecho de ser el líder cristiano más sabio y prominente de ese momento, convertía a Ignacio de Antioquía, en el mayor trofeo que de aquella enconada persecución desatada contra los seguidores de Cristo, podría obtener Trajano. Así las cosas, una vez capturado y condenado en Antioquía, el monarca decidió ejecutar a Ignacio, en Roma, porque su ajusticiamiento allí, sería un golpe mortal para los cristianos y un refuerzo de la popularidad obtenida tras su triunfo sobre los Dacios. Por eso, la multitud rugió de satisfacción cuando el anciano en medio de la arena –cantando y alabando a Dios–, esperó firme y dignamente a las hambrientas fieras que en pocos minutos se lo devoraron y trituraron sus huesos.
Nada se sabe sobre la familia, infancia y educación de san Ignacio de Antioquía (nacido en el año 35, después de Cristo); sin embargo, san Juan Crisóstomo (que hurgó minuciosamente en la amplia tradición del primer siglo y sobre esa base escribió su biografía), afirmaba que fue discípulo aventajado de san Pedro y san Pablo, de quienes recibió el mensaje original de Jesús, lo que le concedió una enorme credibilidad dentro de la incipiente congregación cristiana y su prestigio aumentó al ser ungido por ellos, como el tercer obispo (el primero fue el mismo san Pedro y el segundo san Evodio) de Antioquía, ciudad cosmopolita en la que convergían comerciantes y filósofos de todo el imperio. Gracias a esa circunstancia, existían tolerancia y respeto por las ideas religiosas, lo cual facilitó la multiplicación de los cristianos –denominación que fue acuñada allí para designar a los seguidores de Cristo–, y antes de finalizar el primer siglo ya era la comunidad más vigorosa del imperio, liderada por san Ignacio, quien tuvo que salir al quite de las distintas herejías que se iban formando al influjo de erróneas interpretaciones de las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo y él desbarató todos esos argumentos y sentó las bases doctrinales sobre las que se edificó la Iglesia a la que le agregó el apelativo de “Católica”, que significa: Universal.
Su condición de Padre Apostólico (se denomina así a quienes fueron discípulos directos de los apóstoles), le confirió a san Ignacio de Antioquía, un incuestionable ascendiente que se plasmó camino de Roma (cuando lo llevaban al martirio), en sendas cartas que escribió a las iglesias de Éfeso, Magnesia, Tralles, Esmirna, Filadelfia, Roma –y una especial a san Policarpo–, en las que hacía énfasis en que Jesús es hijo de Dios y de María y por lo tanto posee las dos naturalezas: humana y divina; el parto virginal y la subsecuente virginidad de María; acuñó la palabra Eucaristía, sacramento que describió así: “Usad una sola Eucaristía; porque la carne de Jesucristo Nuestro Señor es una y uno el cáliz para unirnos a todos en su sangre”; señaló que el día del Señor era el domingo y no el sábado de los judíos; afirmó que la Iglesia es una institución divina e infalible que debe permanecer unida y sometida a la autoridad de los obispos y recordó que éstos estaban por encima de sacerdotes y diáconos, quienes le debían al prelado absoluta obediencia y que la Iglesia de Roma y su obispo, tenían preeminencia y supremacía sobre las demás.
Esta doctrina, sustentada en las epístolas ya mencionadas, se convirtió en el fundamento del magisterio eclesial y por ello san Ignacio de Antioquía es una de las figuras cimeras de nuestra Iglesia Católica y su mérito se agiganta con su martirio –que fue uno de los más crueles de la historia– y sucedió tal cual lo describió en la cruda despedida que quedó consignada así, en la Carta que escribió a los Romanos: “Dejadme que sea entregado a las fieras, puesto que por ellas puedo llegar a Dios. Soy el trigo de Dios, y soy molido por las dentelladas de las fieras, para que pueda ser hallado pan puro, de Cristo”. Por eso hoy 17 de octubre, día de su festividad, pidámosle a san Ignacio de Antioquía, que nos muestre el camino de la santidad.