El Santo del día
13 de junio
San Antonio de Padua

Oración a San Antonio de Padua
Amado San Antonio de Padua, lleno de gracia y portador de prodigios, acudimos a ti en busca de tu poderosa intercesión. Tú, que eres el consuelo de los afligidos y el guía de los perdidos, escucha nuestras súplicas y atiende nuestras necesidades. Ilumina nuestros caminos con tu sabiduría divina y ayúdanos a encontrar lo que hemos perdido, tanto física como espiritualmente. Concédenos tu gracia y fortaleza para enfrentar las dificultades con fe y confianza en la providencia divina.
Amén.
Desde su ingreso a Rímini, sintió la hostilidad de sus habitantes, pero no se amilanó e intrépidamente penetró predicando por las callejuelas, atravesó las plazas y mercados, esgrimiendo como espada la palabra de Dios que podía escucharse a mucha distancia y los temerosos habitantes entreabrían las ventanas, pero no se asomaban; los comerciantes cerraban sus negocios, los transeúntes apuraban el paso y ni así, Antonio de Padua callaba su voz. Después de recorrer buena parte de la ciudad, desembocó en el ajetreado puerto y en medio de la vocinglería de los marineros, mercaderes, estibadores, avivatos y prostitutas, continuó con su cantinela, pero nadie le prestó atención. Entonces se dirigió a la playa y con voz de trueno dijo: “Oigan la palabra de Dios, ustedes, los pececillos del mar, ya que los pecadores de la tierra, no la quieren escuchar”.
En cuestión de instantes las aguas empezaron a agitarse y el enorme cardumen que se aglomeró frente al santo, chapoteaba alegremente; tal movimiento atrajo la atención de los viandantes y poco a poco el lugar se fue llenando de curiosos que se sorprendían aún más porque los peces saltaban o permanecían con su cabeza afuera del agua en un evidente gesto de atención hacia Antonio de Padua, que continuaba hablándoles del amor de Dios. Naturalmente los espectadores quedaron arrobados por el milagro y atrapados en la red de su conmovedora predicación. Inmediatamente la noticia se regó como pólvora y los escépticos habitantes de Rímini, incluidos los herejes cátaros –causantes de la hostilidad contra el santo–, acudieron a escucharlo y todos terminaron convertidos por el poder de su palabra.
Fernando Martín de Bulhoes e Taveira Azevedo (nacido en Lisboa, Portugal, en 1195), procedía de una piadosa y noble familia de Lisboa, que a muy temprana edad lo inscribió en la escuela catedralicia en la que adelantó su preparación básica y afirmó su vocación religiosa, la cual cristalizó a sus 15 años, en 1210, cuando ingresó al monasterio de los clérigos regulares de san Agustín de San Vicente de Fora, cerca de Lisboa, en el que gracias a su aguda inteligencia y su acendrada piedad se destacó muy pronto y por eso, dos años más tarde, fue trasladado al convento de Santa Cruz de Coimbra, para adelantar allí los estudios superiores a los cuales llegó con total dominio de la gramática, la literatura, la retórica y ello le facilitó su aprendizaje de Sagradas Escrituras, filosofía, teología y a su vez estas materias le abrieron el camino a la comprensión de las Sentencias de Pedro Lombardo y las doctrinas de los doctores y padres de la Iglesia: san Agustín, san Jerónimo, san Gregorio Magno y san Bernardo de Claraval. Concluida esta fase fue ordenado sacerdote, en 1219.
Poco después, asistió a la entrega de los restos de cinco mártires franciscanos, procedentes de Marruecos e impresionado por su sacrificio y atraído por la pobreza, la humildad y el estilo de vida de esta comunidad decidió ingresar a la Orden de los Frailes Menores de San Francisco –con el nombre de fray Antonio– e inmediatamente viajó en plan de misionero a Marruecos, pero al llegar a África, se enfermó y tuvo que ser devuelto; en el viaje de regreso, el barco fue empujado por una tormenta al puerto de Messina y gracias a este afortunado accidente pudo llegar a tiempo al capítulo general de la Orden, reunido en Asís, y allí conoció a san Francisco de Asís, quien quedó gratamente impresionado por las dotes de Antonio de Padua y por eso lo envió al norte de Italia; allí con motivo de unas ordenaciones en la catedral de Forli, se le pidió que predicara y fue tal la unción con la que lo hizo, que su superior provincial, fray Graciano, lo nombró predicador oficial de la Orden y lo mandó a evangelizar por Lombardía, Piamonte, Emilia-Romaña, de la que pasó a Rímini, en donde catequizó a los peces. En 1224, por expresa voluntad de san Francisco, salió hacia el sur de Francia para combatir la herejía cátara en Languedoc.
Liberado de sus obligaciones docentes y administrativas –tras la muerte de san Francisco, en 1226– se radicó en el convento franciscano de Santa María, en las afueras de Padua y recibió plena libertad para predicar, lo que hizo Antonio de Padua, con fruición y al aire libre, porque en las iglesias no cabían los asistentes a sus sermones con los que logró cambiar las costumbres de la ciudad: eliminó la usura, consiguió que las deudas no se pagaran con cárcel, acabó con las disputas entre las familias poderosas, erradicó la prostitución y por donde pasaba realizaba milagros de todo tipo como bilocaciones –aparecía en varias partes al mismo tiempo–, curaciones, resurrecciones, recuperación de cosas perdidas, salvación de marinos en peligro y multiplicación de alimentos, entre otros.
A la par, escribía tratados de mística y ascética, todos los sermones dominicales del año litúrgico, los sermones festivos y diversos documentos apostólicos (monumental obra que hoy es de usual consulta en materia doctrinal). Tras predicar sin descanso durante la cuaresma de 1231, reapareció la vieja hidropesía –contraída en Marruecos– y buscando su recuperación se retiró a principios de mayo al bosque de Camposampiero, pero el 13 de junio sufrió un colapso, entonces sus acompañantes emprendieron con Antonio de Padua, el retorno y solo alcanzaron a llegar al convento de las Clarisas Pobres de Arcella –ubicado en los suburbios de Padua–, en donde murió al finalizar esa tarde. El 30 de mayo de 1232 (352 días después de su muerte), fue canonizado por el papa Gregorio IX y en 1946, el papa Pío XII, lo declaró Doctor de la Iglesia con el título anexo de Doctor Evangélico. Por eso hoy, día de su festividad, pidámosle a san Antonio de Padua, que nos ilumine para propagar el evangelio con vigor.